Refiere un sacerdote que, recién ordenado, con su veintiséis años a cuestas, recibió una llamada telefónica. Se trataba de una voz masculina, un tanto nerviosa, que le hablaba de acudir a atender en el lecho de muerte a un moribundo. Le explicaba que el asunto era difícil, porque los amigos y familiares del moribundo no querrían ver a un sacerdote ni en pintura en la casa. Y allá fue, no sin antes encomendarse a la Virgen para que todo saliera a pedir de boca.
En el piso del enfermo hubo consternación al verle aparecer, pero él se dirigió directamente a la habitación que le pareció del enfermo, y acertó.
-¿Le han dejado entrar?
-He visto caras de susto y gestos feos; pero ha podido más la Virgen nuestra Señora.
-Gracias. No tengo mucho tiempo. Quiero confesarme.
El hombre era persona muy conocida. Llevaba sin confesarse muchísimos años. Al final la absolución.
Poco antes de morir quiso explicar al sacerdote el "milagro":
-He estado cuarenta años ausente de la Iglesia. Y usted se preguntará por qué he llamado a un sacerdote. Mi madre, al morir, nos reunió a los hermanos... Mirad. No os dejo nada. Pero cumplid este testamento que os doy: Rezad todas las noches tres avemarías. Y yo, ¿sabe?, lo he cumplido.
Termina el autor del relato: "Se moría mientras cantaba. A mí me pareció todo aquello un cántico: Yo lo he cumplido, yo lo he cumplido".
Cfr. J. Urteaga, en "Mundo Cristiano, nº 412, mayo de 1996
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