No sé si os habrán contado, en vuestra infancia, la fábula
de aquel campesino, al que regalaron un faisán dorado. Transcurrido el primer
momento de alegría y de sorpresa por ese obsequio, el nuevo dueño buscó dónde
podría encerrarlo. Al cabo de bastantes horas, tras muchas dudas y diferentes
planes, optó por meterlo en el gallinero. Las gallinas, admiradas por la
belleza del recién venido, giraban a su alrededor, con el asombro de quien
descubre un semidiós.
En medio de tanto alboroto, sonó la hora de la pitanza y,
al echar el dueño los primeros puñados de salvado, el faisán —famélico por la
espera— se lanzó con avidez a sacar el vientre de mal año. Ante un espectáculo
tan vulgar —aquel prodigio de hermosura comía con las mismas ansias del animal
más corriente— las desencantadas compañeras de corral la emprendieron a
picotazos contra el ídolo caído, hasta arrancarle todas las plumas. Así de
triste es el desmoronamiento del ególatra; tanto más desastroso cuanto más se
ha empinado sobre sus propias fuerzas, presuntuosamente confiado en su personal
capacidad.
Sacad consecuencias prácticas para vuestra vida diaria,
sintiéndoos depositarios de unos talentos —sobrenaturales y humanos— que habéis
de aprovechar rectamente, y rechazad el ridículo engaño de que algo os
pertenece, como si fuera fruto de vuestro solo esfuerzo. Acordaos de que hay un
sumando —Dios— del que nadie puede prescindir.
Con esta perspectiva, convenceos de que si de veras deseamos
seguir de cerca al Señor y prestar un servicio auténtico a Dios y a la
humanidad entera, hemos de estar seriamente desprendidos de nosotros mismos: de
los dones de la inteligencia, de la salud, de la honra, de las ambiciones
nobles, de los triunfos, de los éxitos.
San Josemaría, Amigos de Dios, 113-114
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