jueves, 14 de abril de 2016

La tentación del emperador Valerio

Una maliciosa intención movió el ánimo del entonces emperador de Roma: satisfacer las deudas del imperio confiscando los bienes de los cristianos. Era el año 257 y Valerio contaba con apoyo suficiente para iniciar la persecución. Un año más tarde, el senado refrendó y amplió el edicto a través de medidas crudelísimas: 

«Los obispos, presbíteros y diáconos deben ser inmediatamente ejecutados; los senadores, nobles y caballeros, perdida su dignidad, deben ser privados de sus bienes, y, si aun así continúan siendo cristianos, sufran la pena capital. Las matronas, despojadas de sus bienes, sean desterradas. Los cesarianos [libertos del césar] que antes o ahora hayan profesado la fe, confiscados sus bienes, y, con el registro [marca de metal] al cuello, sean enviados a servir a los dominios estatales»[1].

Uno de los que perdieron la vida en la persecución fue el acólito Tarsicio. El muchacho llevaba consigo la Sagrada Comunión cuando fue detenido por la guardia. Le preguntaron qué llevaba y él se negó a entregar la sagrada Hostia a los perseguidores, teniendo muy presente lo que dijo Jesús de «no arrojar las perlas a los cerdos». Le apedrearon y apalearon hasta que expiró, si bien nunca encontraron resto alguno de la Sagrada Eucaristía entre sus ropajes. Los cristianos recogieron su cuerpo y le dieron sepultura, siendo más tarde el papa san Dámaso quien pondría el epígrafe en su tumba, dando fe de la causa de su muerte.

Jesús –nos lo dice en el evangelio– es el «pan de vida», el alimento que hemos de custodiar con el mayor empeño posible. Fíjate lo que dice a continuación: «el que viene a mí no pasará hambre, y el que cree en mí nunca pasará sed». ¿Qué podemos hacer para comulgar mejor el alimento de la vida eterna?

Desde luego que la mejor receta es comulgar con frecuencia: lo más a menudo que podamos; y, siempre, con las debidas disposiciones (estar en gracia, guardar la hora de ayuno y saber a quién recibimos). Así, tomaremos con fruto el sustento de nuestras almas. La liturgia lo llama cibus viatorum (comida de los caminantes), pues solo de ahí sacamos las fuerzas necesarias para vivir en cristiano.

(1) Carta 80 de Cipriano a Suceso

Fulgencio Espá

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