martes, 6 de enero de 2015

El valor y los "valores"


A Blas de Lezo
Querido Almirante:
¡Válgame Dios, y qué pedazo de estatua acaban de dedicarte en Madrid! Digo pedazo y digo bien, porque tú mismo apareces hecho añicos: cojo, tuerto y manco. Sin embargo luces con tanto orgullo tus carencias anatómicas que no sé cómo se atrevieron a llamarte mediohombre los soldados que combatían a tu lado. Por dentro fuiste hombre de una pieza. Te merecías haber nacido en Bilbao, pero fuiste humilde hasta en eso y viniste a este mundo en Pasajes, provincia de Guipúzcoa, que, francamente, no es lo mismo.


¿Cómo prefieres que te nombre en esta carta? ¿Qué título pongo antes de tu apellido? Lo de Marqués de Orvieco se me antoja una broma. Nadie te llamó así en vida, ya que te hicieron aristócrata después de muerto, o sea, cuando ya no molestabas a nadie. Seguro que ahora prefieres ser recordado sólo como Almirante.
Tu historia es tan fantástica como desconocida: empezaste tu carrera militar con 17 años. En la guerra de sucesión española, te enrolaste como guardiamarina, y en la batalla de Vélez-Málaga te volaron la pierna izquierda de un cañonazo. Allí mismo te dejaste operar sin anestesia.
Dos años más tarde, en la misma guerra, perdiste un ojo por culpa de una esquirla que saltó tras un disparo del cañón. Y a los 26 años, un balazo de mosquete te dejó manco para siempre. 
Nada de eso te frenó cuando tuviste que enfrentarte, con apenas 6 barcos, a 195 navíos ingleses, en la defensa de Cartagena de Indias. Fue una batalla humillante para los británicos, quienes, creyéndose vencedores, llegaron a acuñar monedas conmemorativas de una victoria que nunca llegó para ellos.
Me he extendido recordando tu historia, porque todavía hay españoles que no la conocen. Si hubieses nacido en América del Norte, Hollywood te habría dedicado unos cientos de películas. Aquí sin embargo tenemos la fea costumbre de ignorar —incluso de repudiar— las hazañas de nuestros héroes. Nunca hemos necesitado que nos inventen una leyenda negra los de fuera. Nosotros solos las elaboramos con auténtica pericia.
El caso es que yo tenía ganas de escribir sobre una virtud que tu cultivaste en grado máximo y que lamentablemente se cotiza a la baja. Me refiero a la valentía, el valor, el coraje, la bizarría, el arrojo, la intrepidez, la bravura…
Como ves, andamos muy bien de sinónimos. Claro que casi todos son arcaísmos, vocablos ajados por falta de uso.
Según el diccionario  de la Academia, se entiende por valor aquella "cualidad del ánimo que mueve a acometer resueltamente grandes empresas y a arrostrar los peligros". ¡Bien por el diccionario! Ahora solo cabe esperar que en próximas ediciones no modifiquen la definición poniéndola en pretérito, como si se tratase de una vieja virtud practicada en épocas pasadas.
Estoy exagerando, por supuesto. También ahora hay hombres y mujeres valientes, dispuestos a jugarse un ojo de la cara y hasta la vida entera en las muchas batallas que plantea la existencia ordinaria. Pienso, por ejemplo, en esos "padres y madres-coraje" que, para defender a sus hijos, han sabido enfrentarse y derrotar a dragones más peligrosos que los de Harry Potter; y en los que no tienen miedo a llenar sus casas con muchos niños, con risas y lágrimas, con bullicio, batallas, llantos contagiosos y sudores de fin de mes.
Sigue habiendo héroes este siglo, querido Almirante. Lo malo es que no está de moda aplaudir sus hazañas. Es más, cuando se habla de "educar en valores", pocos piensan que el valor (la valentía) sea un "valor". A los niños se les manda que sean cautos, que huyan del peligro, que por nada del mundo arriesguen su vida o su integridad física.
Según una reciente encuesta, sólo un 16% de españoles estaría dispuesto a defender España con las armas, si fuese atacada. Aquellos castellanos y aragoneses que hace cinco siglos se lanzaron —con vascos y extremeños a la cabeza— a la conquista de América, ya no quieren luchar para apoderarse de nuevos territorios ni para defender el suyo.
No sé lo que pensarán esos adolescentes blanditos cuando vean tu estatua. Quizá que, con una pata de palo, no vales para jugar al fútbol.  

Enrique Monasterio
pensarporlibre.blogspot

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