lunes, 9 de marzo de 2015

Un pastor a los 18 años

 
 «A los jóvenes de ahora parece que les cuesta más creer. No sé por qué. Quizá es que uno no crece más deprisa por más que quiera. A un primo mío lo nombraron agente del orden público cuando tenía dieciocho años. Por entonces ya estaba casado y tenía un hijo. 

Un amigo con el que me crié era predicador a esa misma edad. Pastor de una pequeña iglesia rural. Se marchó de allí para irse a Lubbock unos tres años después y cuando les dijo a todos que se marchaba se quedaron sentados en la iglesia llorando a lágrima viva. Mujeres y hombres por igual. 

Él los había casado y bautizado y enterrado (…). A la gente de ahora les hablas del bien y del mal y te expones a que se sonrían. Pero yo nunca tuve dudas acerca de cosas así. Cuando pensaba en cosas así. Y espero no tenerlas nunca»[1].

   ¿Será verdad que hoy creer cuesta más que antes? Quizá sea verdad que falta fe porque cuesta crecer, porque cuesta asumir responsabilidades, porque cuesta madurar.


   Falta fe porque constantemente se nos vende la mentira de que es posible una vida cómoda, dilapidada a los placeres y al consumo… y que tiene además la audacia de presentarse como una vida feliz.

   En definitiva, falta fe porque falta humanidad: cuando dejamos de amar, cuando dejamos de desear lo bueno, de tener metas altas y pactamos con nuestros pecados y debilidades, ocurre que el bien y el mal se convierten en motivo de risa, y la fe es una experiencia ridícula que no interesa para nada a ese humano entregado a su satisfacción más inmediata.

   Pero no nos engañemos: la falta de fe no es un problema nuevo. Jesús se topó con ella en Nazaret, el pueblo donde creció y se hizo adulto. Por esta razón, en la sinagoga, dedica a sus paisanos un duro discurso: Dios está dispuesto a conceder muchos bienes a los hombres, pero quiere una respuesta de fe que lamentablemente no encuentra entre los moradores de aquel lugar.

   Existe, por así decirlo, una «fe natural» que es una actitud común a todos los seres humanos. En efecto, no se puede vivir sin esa creencia que nos lleva a confiar en las cosas más cotidianas de cada día. El día se compone de muchísimos actos de confianza, pequeños y constantes: confiamos en que al salir de la cama no haya un agujero en el suelo que nos precipite al piso inferior; confiamos en que el sol sale cada mañana (no pensamos cada día si será el fin del mundo o estallará una guerra que nos destruirá a todos); salimos a la calle sin miedo a que haya una zanja, o que la antimateria haya acabado con lo real.

También en relación con las cosas que conocemos hacemos actos de fe constantemente: nos fiamos de que, por ejemplo, Inglaterra es una isla, aunque no hayamos recorrido todos sus bordes; o de que el móvil que tengo entre las manos funciona como teléfono, y no es una bomba que va a estallar en cualquier momento. Lo mismo se podría decir de nuestros familiares y amigos: confiamos continuamente en que no nos fallarán (y eso mismo es muestra de que les queremos).

Sin embargo, cuando se trata de cuestiones religiosas, comenzamos a hacer preguntas que jamás realizaríamos en lo que se refiere a esta fe natural. Dudamos porque hemos sido educados en un mundo que pone en crítica todo lo sobrenatural. Por más que tengamos pruebas cotidianas del amor de Dios, nos cuesta muchísimo confiar en Él.

Si nos damos cuenta de lo anómalo de esta situación –que solo nos cuesta tener fe para las cosas del Señor–, hemos de pedirle a Jesús una fe más sincera, y ojos para ver su misericordia en las cosas más cotidianas.

[1] C. McCarthy, No es país para viejos (Barcelona 20085) 127.

Fulgencio Espá

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