viernes, 20 de julio de 2012

Una historia de grandeza moral en la Fragata española ‘Almirante Juan de Borbón’: «¡Los embarcamos! ¡Todos a bordo!»

   “Es una maravilla la historia entera, traspasada de humanidad, de espíritu de servicio, de espiritualidad, de sentido del deber, de ‘más pálpito que cálculo’, de sentido del honor verdadero… No dejéis de leerla”.

 ABC de Madrid publicó anteayer “¡Los embarcamos! ¡Todos a bordo!”. En ese reportaje se narra, como explica la entradilla, “la historia de cómo los militares españoles de la fragata «Almirante Juan de Borbón», gracias a la heroica decisión de su comandante, salvaron hace un año 114 vidas y cambiaron la suya para siempre”. Ocurrió hace ahora justamente un año. Y en en unos tiempos en los que parece que la grandeza moral y los gestos de humanidad no tienen cabida en los medios de comunicación de masas, no podemos  dejar de proponer –como nos pide nuestro amable comunicante– que la historia sea conocida.

Este es el texto completo del reportaje de ABC, que firma, desde El Ferrol, Álvaro Calleja:
“¡LOS EMBARCAMOS! ¡TODOS A BORDO!”
Álvaro Calleja — El Ferrol
ABC (18/07/2012)

Esta es la historia de cómo los militares españoles de la fragata «Almirante Juan de Borbón», gracias a la heroica decisión de su comandante, salvaron hace un año 114 vidas y cambiaron la suya para siempre
El 10 de julio de 2011, los 234 tripulantes de la fragata «Almirante Juan de Borbón» desayunaron churros. Dieciocho días antes, habían partido de Rota para dirigirse a la misión «Protector Unificado», un embargo marítimo establecido por la OTAN para evitar la entrada de armamento y personal sospechoso a Libia, país entonces inmerso en plena guerra.
Aquel día el comandante Ignacio Céspedes estaba contento. Su fragata, la F-102, de la clase Álvaro de Bazán, había abordado ya a siete mercantes y el ritmo de trabajo de los españoles estaba siendo el mejor de toda la Alianza Atlántica; su barco, de hecho, se convertiría semanas después en la unidad de la OTAN con más abordajes e interrogatorios realizados. La misión no podía ir mejor, y por eso el comandante y su tripulación disfrutaron especialmente de aquellos magníficos churros.

Después de desayunar, el comandante asistió a misa en la sala de reuniones del barco. Estaba en silencio, sentado en su silla, cuando alguien le tocó el hombro. Tenía que acudir inmediatamente al Centro de Información y Combate, el cerebro del barco, una sala en penumbra, repleta de monitores, para investigar un imprevisto de suma importancia. La «Almirante Juan de Borbón», le dijeron, debía cambiar su rumbo. A cien kilómetros de su posición había un cayuco con 114 personas a bordo que llevaba cuatro días a la deriva. Un remolcador chipriota lo había encontrado y había lanzado la voz de alarma.
El cabo primero Raúl Padilla, del equipo de navegación del puente, supervisó el camino a tomar para interceptar el cayuco. Tras hacer unos cálculos, recomendó la máxima velocidad de treinta nudos para llegar a tiempo. Aquella, pensó, era una extraña misión; la OTAN no había ofrecido ningún tipo de instrucciones.
Varios abordajes
El segundo comandante de a bordo, el capitán de fragata Jorge Hernández, relata los hechos con seriedad. Localizar ese esquife fue complicado. Lo recuerda con voz disciplinada y una mirada precisa, como de teleobjetivo. Tras cuatro horas de navegación lograron interceptar el esquife, un pequeño bote azul carcomido por el salitre y medio hundido por el peso de 114 personas. Cuando llegaron, los náufragos achicaban agua, y la «Juan de Borbón» decidió soltar dos zodiacs para abordar la embarcación. Allí había mucha gente, demasiada.

Los españoles abordaron el bote en varias ocasiones. Llevaron consigo bollos, galletas, agua… El sargento primero de Infantería de Marina y lingüista de la misión, José Manuel Vara, presente en todos los contactos, acabó asombrado de la situación de aquella gente. «Cuán desesperados deben de estar para meterse en esta tesitura», pensó. El infante, veterano en tierra y mar, fue el soldado con más experiencia en la misión. En total, estuvo cinco meses embarcado. Junto a él, el brigada José Javier Romero Carrillo, encargado de las maniobras o «faenas marineras» del barco, sostenía en ese momento a un niño enfermo de hidrocefalia. El rostro del contramaestre, amable y bonachón, se dirigió al bebé. Por primera vez en su vida sintió pena por un emigrante. «Antes me daba lo mismo. Lo veía por la tele y decía: bah, estos déjalos, tanta patera aquí en España, que se vayan a su país todos».
Mientras, Héctor Piñeiro, capitán de Intendencia de la fragata, permaneció atento a las necesidades de los náufragos. Piñeiro, un marino de Ferrol con trece años en la Armada, tenía uno de los cometidos más importantes de la misión: era el encargado de la comida. Como responsable del servicio económico y de aprovisionamiento, sabía que 114 personas más a bordo era algo insostenible. Por eso pidió a Malta, Túnez e Italia —los países más cercanos— poder adquirir los víveres necesarios en puerto. Pero ninguno hizo absolutamente nada. En realidad, todo el mundo guardó silencio.
Se hizo de noche sobre las aguas libias, y en su soledad, Piñeiro organizó y apuntó. Acechó a los náufragos durante toda la oscuridad. Quizás pensando que aquel contratiempo era cuestión de horas.
Completamente solos
«Mi comandante, esa embarcación está a punto de hundirse». Ni las agencias civiles ni los organismos internacionales habían respondido al socorro, y ya no cabía esperar nada de ellos. Estaban completamente solos.

El día anterior, el comandante y el Segundo habían decidido no embarcar a los 114 emigrantes, refugiados libios, ya que no podían proclamar una emergencia SOLAS (Safety of Life at Sea), el tratado internacional que regula qué hacer en estas situaciones. «No les podíamos subir, no sabíamos quiénes eran. Encontrarse un cayuco en la mar no significa que les puedas embarcar a bordo. Además, los barcos de guerra no estamos ni preparados ni adiestrados para recibir inmigrantes», comenta Hernández. A lo que el comandante añade: «Aunque la OTAN es sensible al problema de la inmigración, se debe tener en cuenta que es una organización para la defensa y la seguridad. La OTAN no es una ONG».
El comandante, un marino de Madrid especialista en armas submarinas, había sido antes capitán de Corbeta y había participado, entre otras misiones, en la operación «Active Endeavour» de la Segunda Guerra del Golfo. En toda su carrera, no tomó ninguna decisión tan relevante como la que iba a tomar en ese momento: «No puedo dejar que pese sobre mi conciencia el que haya dejado morir a toda esta gente. ¡Jorge, los embarcamos! ¡Todo el mundo a bordo!».
La voz del zafarrancho de combate se extendió por todo el barco. «¡Preparación del buque para recogida de inmigrantes!», bramó el megáfono. En apenas tres minutos la tripulación ocupó sus puestos. El equipo de acogida preparó mantas, guantes y toallas; el de seguridad se organizó para vigilar la llegada de los nuevos tripulantes; el equipo sanitario se dispuso para los primeros cuidados y los de hostelería subieron víveres. Se pasó la información al puente del barco. «Estamos listos». La fragata era ahora, más que nunca, una fortaleza.
Precauciones militares
En uno de los alerones, la cabo primero y artillera Elisabeth García permanecía vigilando «como Rambo», precisa. Con su cuerpo ancho, robusto, su coleta rubia y su collar de perlas, «Betty» era la encargada de abrir fuego de intimidación contra los mercantes abordados. Para ello empleaba una ametralladora MG, que utilizaba solo «para meter miedo». Si el contramaestre Romero movía barcos, Betty los paraba.
Con todo el mundo preparado, se bajó la escala real, por la que subieron los cansados inmigrantes. Un contingente de infantes de Marina los recibió en cubierta. Tenían que estar prevenidos ante cualquier peligro. Eran una flota militar, y debían tomar precauciones militares.
Al ver llegar a los exiliados, la primera reacción de Héctor Piñeiro fue de egoísmo. Sabía de sobra que, después de 18 días de navegación, solo les quedaban víveres para una semana. «¿Pero esto quién lo paga?», se preguntó. Planeó cuántas toallas se usarían y llamó a los ocho cocineros del barco. Había que hacer menús para árabes, les dijo. Nada de cerdo. Macarrones con arroz. «No hubo ni una queja. Y eso que la tripulación sufrió. No se podía hacer deporte sobre cubierta, los baños estaban llenos y todos comieron menos. Tenemos gente excepcional. Los españoles improvisando somos muy buenos», recuerda Piñeiro.
La tripulación dobló su trabajo. Funcionaron como un mecanismo, como una falange. En una fragata, todo está previsto, menos qué hacer en caso de alojar a 114 náufragos en plena guerra y sin que ningún país quisiera hacerse cargo de ellos.
Durante la noche del día 11, Vara acompañó a los refugiados hasta la cubierta de vuelo, a donde fueron desplazados todos bajo la atenta mirada de los infantes de marina. Los refugiados no dejaban de preguntar por sus seres queridos. Según averiguó el lingüista, unos 125 familiares habían sido abandonados días antes en una plataforma petrolífera. Estaban preocupados, y Vara era su máximo confidente. «Los supervivientes eran un grupo muy diverso —recuerda el infante—. Seguramente ahí había mercenarios, gente que había hecho cosas que no estaban bien. Había familias. Algunos pagaron por un sitio en el cayuco (hasta 500 dólares). Otros no. No es un grupo que dijera: “vamos a embarcar”. Se encontraron todos ahí, el destino los puso juntos en ese barco, y terminaron en medio del Mediterráneo frente a la Juan de Borbón». Algunas veces, rememora también, los refugiados perdían la paciencia. Entonces Vara les repetía varios mensajes. «Ellos tenían que comprender que no éramos una unidad de rescate, sino que éramos un buque de guerra. Y que todos estábamos haciendo un grandísimo esfuerzo por ellos. Y que debían ser pacientes. Siempre les dije que les habíamos salvado la vida. Y que éramos españoles. Y que eso no se les olvidase nunca. Les habíamos salvado la vida».
Un grupo de militares, con Raúl Padilla y J. J. Romero, montó unos toldos para los exiliados. Otros se ocuparon de ducharlos. El sargento condestable Alejandro Freire recuerda además cómo algunos se quitaban una camiseta y se quedaban con otras dos encima. «Qué desgracia, verse abocado a meter tu vida en una bolsa de plástico…». Los militares recolectaron ropa en todos los camarotes. Así, sus camisetas de «Racing de Ferrol» y «Festa do Cocido» fueron para los recién llegados. Mientras, la cabo Beatriz Taboada se decía a sí misma que era una auténtica marina, y que nunca cambiaría pañales. Pero acabó haciendo biberones y organizando juegos para los seis niños de a bordo. «Yo era de las que decía: una patera, otra más… ¡Venga, pa España! Ahora los miro de otra forma. No los juzgo. Nunca sabes si te va a tocar a ti. Esta gente traía su vida en una bolsa de basura».
SEGUNDA PARTE: DIARIO DE A BORDO
Los 40 militares de la fragata se volcaron con los niños. Betty (o Rambo) elaboró unos sonajeros con unas botellas de agua llenas de arroz. También diseñó unos peculiares peluches con esparadrapo y una fregona, que hacía las veces de una melena rubia. «Las muñecas daban un poco de miedo a los niños, y no tuvieron mucho éxito. Los sonajeros, sí», recuerda el Segundo, Jorge Hernández. Pero Betty estaba feliz por poder ayudar. Dejaba por unas horas su ametralladora y, en su tiempo de descanso, se dedicaba a hablar con los niños y a regalarles juguetes. «Si me pasara algo así me gustaría que alguien me ayudara», dice.
Los niños, protagonistas
Un día, las madres musulmanas se quedaron sin papillas, y el comandante envió un helicóptero a Malta para comprar pañales y potitos en una farmacia. «El helicóptero salió. Y en mitad de la cubierta, veías un tendal, que la gente que lo viera diría: ¿pero eso es un buque de guerra o qué es?», recuerda Taboada. «Vi a una niña de cuatro meses que comía pollo y macarrones. Esas historias de farmacias, con la gente preocupada por no tener leche o papilla… ¡Dale macarrones!».
Una de las niñas de a bordo era Precious (Preciosa, en español), especialmente querida por los miembros de la dotación. Los españoles la rebautizarían como «Machaco», pues repetía siempre la palabra que gritaban los militares cuando jugaban a los dados: «¡Yo te machaco!». El cabo Padilla, como sus compañeros, estaba encantado con esta niña de ojos enormes.

En una ocasión, una de las refugiadas musulmanas se aproximó con su hijo al cabo Padilla para ofrecerle algo. «For you, for you!», le repitió. Padilla llamó al lingüista, José Manuel Vara. «¿Qué quiere?». «Dice que el niño va a estar mejor contigo», le contestó. El cabo primero no se lo podía creer. Está casado con una guardia civil y lleva intentando adoptar un niño desde hace tres años. El matrimonio espera conseguir un niño etíope para antes de diciembre. Por eso, en aquel momento Raúl Padilla estaba especialmente desconcertado. «Para que una madre dé a su hijo sin pedir nada a cambio… Si pudiera arreglar los papeles sabe Dios que me lo quedaba. Pero no podía hacer nada».
«Era gente como nosotros»
«Me encantan los niños». La cabo segundo de administración, Begoña González, preparó todos los días biberones sobre la cubierta tras ocupar su puesto de vigilancia interior del barco. «Soy demasiado sensible, y me da rabia… No teníamos que habernos involucrado tanto con los niños… Ante todo soy militar», sostiene González. «Pero lo volvería a hacer, y les ayudaría aún más», acaba confesando. «Los 114 emigrantes no era gente que no tuviera donde caerse muerta. Eran como nosotros, que un día tenían su trabajo, su casa, su vida, y que de repente se vieron escapando de la guerra».
La fragata solicitó a los países más cercanos entregar a los emigrantes. Los víveres escaseaban. El comandante y su equipo de oficiales buscaron en libros de derecho y se estudiaron los tratados internacionales. Mediante esta técnica, ya habían conseguido enviar a Malta al niño con hidrocefalia y a su familia, a un hombre enfermo y a una mujer a punto de dar a luz. Todo fueron emergencias. Pero, ¿y los restantes? ¿Acaso su situación no era urgente? «La vida no vale nada. A la gente le da igual. Nadie quería a esas personas. Era un: ¿dónde las dejo: aquí, aquí, aquí…? Podías ir preguntando que todo el mundo te iba a decir que no», apunta la cabo Taboada.
«¿Podemos rezar hacia el Este?»
Llevaban ya cuatro días de convivencia, y uno de los musulmanes se acercó a Vara. «Queremos rezar hacia el Este. ¿Podemos?». El comandante Céspedes asintió. Los musulmanes se lavaron y, en la popa, desplegaron sus alfombras en dirección a la Meca. «Bi ism allah al rahman, al rahim» (en el nombre de Dios, el misericordioso, el compasivo), decían.
Los cristianos, durante el orto, también hacían su oración. Reunidos en la cubierta de vuelo frente a un horizonte rojo y sangrante, los fieles escuchaban las palabras de quien parecía ser el líder, un nigeriano laico, mayor y esbelto. Todas las mañanas llamaba a su «rebaño» con una canción. Un salmo cantado, quizás. «¡Venid, acercaos…!». «Te damos gracias, Dios, por estar aquí. Te damos gracias por la Armada española. Te pedimos por los que no han podido venir. No nos abandones. Eres lo único que tenemos. Perdona a los que nos han hecho daño, a los que matan en la guerra». Muchos marinos no creyentes se acercaron a escuchar. Algunos lloraron. «¿Queréis creer en Dios? Miradle», les decía Héctor.
Día 16: despedida
El día 16, la OTAN contactó con la fragata española. «Podéis llevarlos a Túnez», anunció. El buque, entonces, hizo una especie de «zafarrancho» al revés. La cabo Taboada corrió a por galletas, bollos y camisetas, y llenó los bolsillos de sus huéspedes. Después lloró como un niño pequeño. La cabo segundo González no quiso despedirse, y corrió adonde no pudiera ver el adiós de «sus» niños. El brigada Romero, por su parte, les acicaló por última vez. El comandante, para evitar riesgos, no reveló el destino a ninguno de los emigrantes.
El remolcador tunecino, su pasaje de vuelta a África, ya estaba a la vista. Vara alineó al grupo de exiliados y les pidió calma. «Ahora bajaréis por una pasarela hasta la zodiac y después embarcaréis en otro buque», les anunció. «Y por favor, no olvidéis nunca que este barco os ha salvado la vida». Todos se mostraron agradecidos. «Es muy emocionante», relata Vara, «cómo te abrazan, cómo te chocan las manos, cómo te miran. Sobre todo emocionan las miradas». Los emigrantes enfilaron la pasarela. «¡Gracias, gracias!».
Y desaparecieron.
Era el 16 de julio, día de la Virgen del Carmen, cuando los españoles, sin ayuda de los organismos internacionales, lograron entregar a los inmigrantes y dar por cumplida su labor (que no su misión). En cubierta se celebró una misa de gala y una procesión con la imagen de la patrona de los marinos. «Todos nos sentimos orgullosos de la misión. Y como comandante, ha sido un honor ayudar a estas personas». Ignacio Céspedes Camacho no se cree un héroe. Nadie de la tripulación se considera como tal. «Lo importante es la respuesta unitaria y solidaria que tuvimos todos. Demuestra lo que es el pueblo español». Luego sonríe con astucia, después de mantener una seriedad que parece haberle sido impuesta por su condición, pero que en nada corresponde a su personalidad dicharachera y alegre. «Yo lo tengo claro. Esto lo ha resuelto la Virgen».
Rescatar a aquellos 114 emigrantes, sabe, no era su misión, pero se siente realizado por su iniciativa. «Ha sido un orgullo mandar al grupo de hombres y mujeres de la Almirante Juan de Borbón. Para la tripulación ha sido un honor haber participado durante más de tres meses en una operación real, ayudando al pueblo libio a encontrar su libertad».
Luego se encoge de hombros, sin falsa modestia, a tan solo medio metro de una de las muñecas guardadas en su camarote, recuerdo de los niños que embarcaron en la fragata. «Solo cumplimos con nuestro deber…». Su mirada franca revela que no miente. Pero que tampoco dice toda la verdad.

LOS ABORDAJES ESPAÑOLES EN LA MISIÓN “PROTECTOR UNIFICADO”
á. c. ferrol
Durante la misión, la Almirante Juan de Borbón tuvo que abordar barcos mercantes en 37 ocasiones. El proceso era el siguiente: en primer lugar, la fragata recibía la autorización de la OTAN para registrar un barco sospechoso. Después, comunicaba con el buque para recabar información mientras se establecía en zafarrancho de combate. Mientras, el llamado trozo de «visita y registro» preparaba sus 28 kilogramos de material (planchas de hierro antibalas, un fusil, cargadores, luces químicas, botes de humo, barritas energéticas…) para invadir la nave sospechosa. Al mismo tiempo, la fragata se acercaba con precaución —a unos cien metros— al buque mientras un helicóptero SH-60B Seahawk, en el que viajaba el habitual tirador de precisión, aseguraba desde el aire la efectividad del trozo.
El trozo de visita y registro estaba compuesto por un mando de tres personas, un grupo de seis efectivos encargados de ejecutar el registro y un destacamento de infantes de marina, encargados de velar por la seguridad del trozo. El equipo completo se acercaría en zodiac hasta el mercante, subiría una escala de cuerda de unos 18 metros de altura hasta la escala real y registraría el barco.
Un marino procedente de un pueblo de pescadores de Cartagena (Águilas), el teniente de navío Álvaro Zaragoza, era, además de uno de los oficiales del trozo, el oficial de la guerra antiaérea y de electrónica de todo el buque. Su función era asegurar la «Zona de exclusión aérea» (en jerga militar, «No flied zone») mediante el uso de sensores y ecoradares situados en el Centro de Información y Combate (CIC) de la fragata, el cerebro del barco. Allí es donde se recibe cualquier tipo de información o de amenaza, y donde el teniente Zaragoza, como responsable de la zona aérea, debía contactar con los aviones de la OTAN para que todo aparato con dos alas estuviera identificado. Era en aquella sala de luz mortecina, plagada de ordenadores y de oficiales que iban de un lado a otro revelando submarinos, aviones u otros barcos, donde se tomaban las decisiones de guerra. «Mi trabajo es unir la información con las armas. Mi cerebro son los ordenadores; mis brazos, las armas», explica Zaragoza.
A pesar de su apariencia pacífica, la labor de este teniente durante el abordaje era tan crucial como peliaguda. Escogía los contenedores para registrar, los abría haciendo rapel y los sellaba con la marca de «Armada Española». Como si no hubiera pasado nada. También revisaba la documentación y los pasaportes del mando del barco. Junto a él solía estar la cabo primero Beatriz Taboada, la única voluntaria de todo el trozo. «Yo no estaba nerviosa, pero no las tenía todas conmigo. Me decían, «hay quince personas, pero, ¿quién me dice a mí que no hay cuatro ahí debajo?».
Además de ser la única voluntaria, Beatriz era la única mujer del trozo. «Me gusta la acción», reconoce con una sonrisa. Cántabra, de 27 años, con coleta castaña y aparato en los dientes, la cabo lleva ocho años de intensa labor en la Armada. Su responsabilidad actual consistía en controlar los alerones y el puente del mercante abordado mientras Álvaro Zaragoza pedía los pasaportes. «Te sentías tan pequeñito al subir las escalas del mercante… Yo decía: no subo. Y me decían ¡vamos! Y subía». Beatriz, condecorada posteriormente con la Cruz al Mérito Naval, tenía un temor a la hora de llevar a cabo su misión: no sabía si los marineros de esos mercantes gigantescos «se iban a enfadar». Por suerte, nunca lo hicieron.
http://www.abc.es/20120718/espana/abci-fragata-almirante-juan-borbon-201207172050.html

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