miércoles, 12 de febrero de 2014

Esa niña es hija tuya, ¿verdad? No sabes el tesoro que tienes en casa

   
   Lo que ocurrió en el pequeño trecho que les separaba de la casa de Aurora a la cancha de Paddel jamás lo hubieran imaginado. Con prisa por llegar en hora, la avenida tantas veces recorrida resultó del todo mortal. El viejo coche que Juan y sus hermanos compartían desde hacía meses, derrapó peligrosamente. Habían entrado duro en la curva. Muy duro. Demasiado.

   Saltaron la mediana, y el coche llegó a dar cuatro vueltas de campana antes de precipitarse en el arcén contrario. Boca abajo. Poco tardó en venir en dirección contraria un hombre que, sobresaltado por el espanto, llamó a los servicios de emergencia. Cuatro jóvenes yacían atrapados por un amasijo de hierros.


   Cuando llegaron los bomberos y una ambulancia, Juan y Alfredo ya habían fallecido. Aurora resultó milagrosamente ilesa, aunque estaba inconsciente. Y Rocío... Rocío se hallaba sobre el estrecho umbral que separa la vida de la muerte. Sus constantes vitales, por los suelos. ¿Latía el corazón? Sí, aun cuando su potencia era casi imperceptible. La pierna destrozada. Amputar. ¿Y la cabeza? ¿Y el resto de órganos vitales? ¿Dónde la vida de mi hija, dónde?

Rocío dio inicio a una cadena de oración que traspasó las fronteras de su país. Las redes sociales fueron instrumento de amor y de comunión. Muchos se asociaron a su causa: salvar la vida, consolar a sus padres y amigos, rezar por los fallecidos.

Meses de angustia. Los médicos anunciaron daños irreparables que, no obstante, fueron reparados. ¿Milagro? ¿Pericia? ¿Ambos? ¡Qué más daba! Rocío se recuperaba poco a poco, con la sangre de muchos donantes y la plegaria de tantos que oraban. Sí. Unanimidad de cuerpo y espíritu para salvar la vida entera de la joven.

Los padres se debatían con singular crudeza en su particular noche de dolor. Las lágrimas asomaban una y otra vez en sus rostros cansados; dolor y gozo mezclados: Rocío no saldrá adelante, murmuraban voces agoreras que, tarde o temprano, llegaban a sus oídos... Rocío es fuerte, les decían y se decían, cuando una y otra vez salía medio viva de un nuevo órdago vital.

¿Lloras tú?, pregunta san Agustín a sus oyentes. ¿Sollozas porque no se te concede lo que pides? ¿Gimes porque no alcanzas la salud deseada?

«Fíate del Padre; cree que, si te hubiese convenido, te lo habría dado. Ponte tú mismo como ejemplo. Como es tu hijo respecto de ti, es decir, desconocedor de las cosas humanas, así eres tú ante el Señor, esto es, desconocedor de las cosas divinas. Suponte que tu hijo pasa todo el día llorando ante ti para que le des el cuchillo, esto es, la espada; te niegas a dárselo, no se lo das; no te preocupa que llore, para no tener que llorarlo al verlo morir. Llore, aflíjase, golpéese para que lo subas al caballo; no lo haces porque no puede gobernarlo; el caballo lo tirará al suelo y lo matará. A quien le niegas una parte, le reservas la totalidad. Mas, para que crezca y posea todo sin peligro, le niegas esa cosa pequeña, pero peligrosa»[1].

Rocío despertó. Después de meses de ingeniería médica vio, de nuevo, la luz. Ahora tocaba, si cabe, lo más duro: hacerla comprender qué había pasado, el fallecimiento de sus amigos y la durísima rehabilitación. De nuevo, un porqué gigante asomaba en el horizonte familiar, esta vez en la conciencia de la víctima.

Una fría tarde de invierno, su padre salía de la oficina. Iba a tomar un taxi, cuando se cruzó con una chica que trabaja en la clínica de fisioterapia donde Rocío va cada día después de la escuela. Martina le informa de que su hija está en camino y que, si espera, podrá saludarla y, de paso, tomar el mismo taxi. Padre e hija se ven unos pocos segundos, y él monta en el coche.

Al poco de arrancar, el taxista, cuyas facciones hacen pensar que se trata de un tipo rotundamente rudo, mira por el retrovisor y pregunta: «Es hija tuya esa niña, ¿verdad?».

Pues si, una de ellas.
«Ya, y supongo que no sabes lo que tienes en casa, ¿no?».
¿A qué se refiere?
«No, no lo sabes».

El hombre vuelve la cabeza hacia Ramón. La luz del ocaso hacía resplandecer lagrimones gordos gordos que surcaban su marcadísima cara. Una visión paradójica, desde luego.

Pero ¿qué quiere usted decir exactamente?, pregunta Ramón atenuando la voz en respeto.
Pues no lo sé –dice el hombre con un timbre ya muy suavizado–. Que en los cinco minutos desde el colegio hasta aquí me he sentido como tonto, preocupado por estupideces, mientras tu hija me decía que en la vida hay que seguir y luchar y contar con Dios para todo. Me ha contado lo que le pasó (nos cogía de camino) y lo que hacen en casa y todo.... y no sé si enfadarme conmigo mismo por memo o ponerme a pensar qué demonios estoy haciendo con mi vida.

Y prosiguió:
No tienes ni idea de lo que habéis hecho ni de lo que tienes. Esa hija tuya la quiero yo. Sin pierna o sin lo que sea. Dios mío, la de cosas que tengo que pensar después de hoy.

Y así un buen rato. Llegaron al destino. Ramón pagó... y, mientras bajaba, la mirada penetrante del tosco taxista reparó en él y sentenció: «Tienes una responsabilidad grande. No la pifies. Esa niña va a cambiar a mucha gente. Que tu Dios te ayude». Y vuelven a llenársele los ojos.

«Por tanto, para concluir nuestro sermón», decimos con san Agustín, «oremos y pongamos nuestra confianza en Dios». Él sabe lo que es bueno, aunque nos cueste. El mucho dolor de Rocío causará mucha salud en muchos otros. «Vivamos como Él manda y, cuando vacilemos en esta vida, invoquémosle como le invocaron sus discípulos, diciendo: Señor, auméntanos la fe»[2].

Ya en casa, Ramón preguntó a Rocío qué tal el día... «y por cierto, hija, ¿qué tal el taxista de esta mañana?». Y contestó: «Se llamaba Javi, muy simpático, al final un poco callado».

«Mientras vivimos nada reprochemos al Padre de familia, pues es cariñoso. Es Él quien nos lleva, no nosotros a Él. Sabe cómo gobernar lo que Él creó; tú haz lo que mandó y espera lo que prometió»[3].

Fulgencio Espá, Con Él, febrero 2014

[1] S. Agustín, Sermón 80, 7.
[2] S. Agustín, Sermón 80, 6.
[3] S. Agustín, Sermón 80, 7.

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