martes, 16 de julio de 2013

El recurso providencial de John McAuliffe

 
 Era el verano de 1845 cuando el barco inglés «Rey del Océano» se hallaba en medio de un feroz huracán. Las olas lo azotaban sin piedad y el fin parecía cercano. Un ministro protestante llamado Fisher, en compañía de su esposa e hijos y otros pasajeros, fue a la cubierta para suplicar misericordia y perdón.

   Entre la tripulación se encontraba el irlandés John McAuliffe. Al constatar la gravedad de la situación, el joven abrió su camisa, se quitó el Escapulario y, haciendo con él la Señal de la Cruz sobre las furiosas olas, lo lanzó al océano. En ese preciso momento, el viento se calmó. Solamente una ola más llegó a la cubierta, trayendo con ella el Escapulario, que quedó depositado a los pies del muchacho.

El ministro había estado observando cuidadosamente las acciones de McAuliffe y fue testigo del milagro. No podía creerlo. Fue a hablar con él, y así conoció la devoción a la Santísima Virgen y su Escapulario. El Sr. Fisher y su familia resolvieron ingresar en la Iglesia católica lo antes posible, y acogerse a la gran protección del Escapulario de Nuestra Señora.


El mar, grande, temeroso, terrible. Sobrecoge pensar que los antiguos se lanzaran a la mar sin más aparejos y seguridades que aquellas antiguas cáscaras de nuez. Hombres recios y quizá poco religiosos encontraban en la Virgen del Carmen una protectora inigualable en las oscuras noches en ese inmenso desierto de agua y sal.

Es momento de reconocernos humildes y, con corazón de hijos, acudir a María. Siéntate aquí, a mi lado, madre amorosa, que hoy quiero más que nunca rezar contigo, sentir tu protección, experimentar tu ternura. El camino es largo, las tentaciones duras, mi pobreza grande: ven, madre del amor hermoso, enséñame a conducirme con pureza y generosidad.

   El Monte Carmelo es un lugar maravilloso al borde del Mediterráneo, en Tierra Santa. En él, desde tiempo inmemorial, se ha dado culto a diversos dioses.

Allí –cuenta la Escritura– se reunió Elías con los profetas de Baal, y tuvo lugar aquella peculiar disputa sobre cuál era el verdadero Dios. El fuego que cayó del Cielo demostró que el Señor, el Dios de Israel, es el único Dios, vivo y verdadero.

En los siglos III y IV d. C. se dieron cita en este monte hombres austeros que, llevados por su espíritu de oración y penitencia, se retiraron a este lugar. Más tarde, en el siglo XII, un grupo de devotos procedentes de Occidente, que habían visitado la tierra donde nació Jesús, decidió tomar morada permanente en el Monte Carmelo. Construyeron la primera iglesia dedicada a Nuestra Señora y quisieron vivir en oración y pobreza, amando muy especialmente a la Virgen María. Ese primer grupo fue el origen de una orden hoy tan conocida: los carmelitas.

La devoción a Santa María del Monte Carmelo pronto se extendió por toda la cristiandad, quizá como una respuesta natural que tenemos los hombres de reconocer nuestra necesidad de fuertes protectores. En María encontramos muchas veces la fortaleza que nos falta, y, al mismo tiempo, la ternura de la vida cristiana.

¿Te has fijado? Los chicos pueden llegar a ser muy finos cuando quieren tratar con delicadeza a la chica que les gusta. Los que eran desgarbados y más bien «brutotes» se vuelven vulnerables al encuentro con la delicadeza femenina: se deshacen en detalles, buscando que nada dañe a la chica que quieren, que se sienta como nunca, que se sepa muy querida, que conozca que no hay nada, absolutamente nada más que ella, en lo íntimo de su corazón.

Es maravillosa la experiencia de hacer a una chica sentirse especial... y es bonito para las chicas sentirse así, ¿no es verdad?

Pongamos más amor y ternura en nuestra piedad, intentando hacer que María se sienta única porque la cuidamos hasta el extremo: con jaculatorias sencillas, con pequeños actos de ofrecimiento, con detalles fervorosos de servicio y de sacrificio. Verás luego cómo Ella te mostrará de mil modos lo mucho que tus esfuerzos por agradarla alegran su corazón.

Es fantástico el deseo de tratar a María como a la chica más delicada. ¡Qué bonita es la piedad mariana!

   En 1251, la Bienaventurada Virgen María, acompañada de una multitud de ángeles, se apareció a san Simón Stock, General de los Carmelitas. Llevaba en sus manos el escapulario de la Orden, y le dijo: «Tú y todos los Carmelitas tendréis el privilegio de que quien muera con él no padecerá el fuego eterno»; es decir, quien muera con él se salvará.

Originalmente, el escapulario era un hábito religioso, que cubría el cuerpo entero. Poco a poco se redujo, de modo que hoy es sencillamente un pedacito de tela, o una medalla que se lleva al cuello con la imagen de la Virgen del Carmen y el Sagrado Corazón. La tradición es clara: los que lo porten y lo tengan impuesto por el sacerdote serán llevados al Cielo por la Virgen el sábado posterior a su muerte, en recompensa de su piedad mariana.

Esta preciosa devoción nos ayuda a confiar nuestra vida por entero a la Virgen: es como una consagración a su amor y a su persona. Además, llevar esta cadena al cuello es signo de pertenencia a María. Qué hermoso es, durante la jornada, besar la medalla, tocarla muchas veces, decirle un piropo a nuestra Madre.
Cuando tengas tentaciones y la sensualidad azote con su furia: besa a la Virgen del Carmen. Cuando tengas agobio y estés estresado por mil cosas, agarra con firmeza tu cadena al cuello y recuerda qué gran protectora te acompaña. Ella serena las olas en tu navegar cotidiano. Háblale al oído, y ella te escuchará.
Con María todo es fácil. Tenlo siempre en cuenta.

Fulgencio Espá, Con Él
EVANGELIO

San Mateo 12, 46-50

En aquel tiempo, estaba Jesús hablando a la gente, cuando su madre y sus hermanos se presentaron fuera, tratando de hablar con él. Uno se lo avisó: —«Oye, tu madre y tus hermanos están fuera y quieren hablar contigo». Pero él contestó al que le avisaba: —«¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?». Y, señalando con la mano a los discípulos, dijo: —«Estos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de mi Padre del cielo, ese es mi hermano, y mi hermana, y mi madre».

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