domingo, 27 de abril de 2014

El asombro de la dentista

 
 En la clínica odontológica, dentista y auxiliar llevaban trabajando juntas muchos meses. Casi desde el principio, la dentista había apreciado la alegría de la muchacha entonces recién llegada. 

Se arreglaba muy bien, siempre estaba muy mona y sonreía todo el rato. Ideal para una clínica de estas características: nada mejor que una sonrisa bonita. El mejor marketing.


   El tiempo no le quitó la razón. Mientras la sonrisa y el buen trato se mantenían, crecía en la doctora la inquietud que le generaba no encontrar razón de la inexplicable fuerza que sustentaba esa paz y alegría casi diarias. En una ocasión, mientras el cliente tardaba en llegar y se encontraban las dos a solas, tuvo lugar su primera conversación personal (que no profesional). La doctora, sin preámbulos (no había tiempo) le preguntó por qué era tan feliz. Y ella, sin más, le respondió que era cristiana.

   El cristianismo se propaga por envidia; la envidia que surge del deseo de vivir como ella. Eso es lo que genera nuevos cristianos y no cosas raras o tácticas extrañas o megaplanes apostólico-pastorales.

   Con aspecto de cristiano taciturno, siempre enfadado, nada libre, reprimido; sin arreglarte, con pintas nefastas, con nulo atractivo... con ese ánimo, ¿esperas ser apóstol? Con el aspecto de aquellos seminaristas trágicamente descritos por el escritor, ¿seremos capaces de comunicar algo?:

   «No parecían seres vivos aquellos seminaristas cubiertos de blanco y negro, pálidos unos, con cercos morados en los ojos, otros morenos, casi negros, de pelo en matorral, casi todos cejijuntos, preocupados con la idea fija del aburrimiento, máquinas de hacer religión, reclutas de una leva forzosa del hambre y de la holgazanería. Iban a enterrar a Cristo, como a cualquier cristiano, sin pensar en Él; a cumplir con el oficio»[1].
Haciendo gala de una vida triste... enterraremos al mismo Cristo.

   Hacer apostolado –o sea, atraer a otros a la verdad del Evangelio– significa confiar verdaderamente en que Dios es capaz de mover los corazones de los hombres; hacer apostolado significa estar en disposición de hacer sacrificios por Dios y por los demás; hacer apostolado significa ser capaces de generar en los que nos rodean una sencilla pregunta: ¿por qué eres tan feliz?

   Alimenta delante de Dios tus deseos de seguirle con más autenticidad y de arrastrar a muchas almas a tu paso. Basta que tengas fe. Basta que creas en Dios (su Iglesia, los sacramentos) y trates de vivir una amistad auténtica con Él. Sé fiel a tu oración. Cuida la gracia de Dios en ti. Sonríe.

   Cuando uno es joven es típico tener, al menos, un poco de envida de los malos: porque parecen más libres y felices, porque da la sensación de que disfrutan más. Si esto te parece verdad... es porque aún no has descubierto lo mucho que se goza siendo cristiano: la libertad que da y lo atractivo que es.

   No te dejes engañar: aquellos que se entregan al pecado son esclavos de sus vicios y de su fama. Tú lucha; no te desanimes. Para triunfar en cualquier deporte hace falta mucho entrenamiento; para disfrutar en la vida del Espíritu, también. Persevera.

   «Por último, se apareció Jesús a los Once, cuando estaban a la mesa, y les echó en cara su incredulidad y dureza de corazón, porque no habían creído a los que lo habían visto resucitado. Y les dijo: id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación».

   Primero les echa en cara su incredulidad y luego les envía a hacer apostolado.

   A nosotros nos pasa lo mismo: si no tratamos de vivir con entusiasmo nuestra relación con Cristo, ¿cómo esperamos contagiarla?

   El entusiasmo brota de un encuentro real con Cristo resucitado: adquirir la certeza de que, cuando rezo, hablo con Él porque vive verdaderamente; que, cuando camino por la calle, Él me acompaña; que, cuando hay tristezas, puede consolarme; que, cuando hay alegrías, las comparte conmigo. El entusiasmo brota cuando Jesucristo es alguien real a quien querer y con quien compartir mi vida.

   Por eso, un requisito fundamental de un buen apóstol es la autenticidad en nuestro amor a Jesucristo: ser personas sin doblez, sin trampa ni cartón, que creen de veras y tratan de vivir un cristianismo alegre, porque de otra manera la suya no será fe verdadera. Cuando lo es, el apostolado sale solo.

[1] L. Alas Clarín, La regenta (Middlesex 2006), 490.

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