viernes, 10 de abril de 2015

El asombro de Serguei Kourdakov

 
Serguei Kourdakov
 Su padre fue asesinado cuando llegó Stalin a la presidencia de la Unión Soviética. 

   Un buen día llegaron unos policías a su casa preguntando por él. Se fue en un furgón altamente protegido y nunca volvió. Su madre no pudo soportar la pena falleciendo pocos meses después.

   Sergei, que aún no contaba diez años, quedaba solo. Fue recogido por las autoridades soviéticas y llevado a un orfanato estatal. Desde entonces hasta la edad adulta, recibió una calculada y programada formación que integraba entre sus objetivos fundamentales el odio a la religión: Dios es el mayor enemigo del Estado.


   Años después, Sergei ingresó en la marina soviética, y, tras algunos semestres de instrucción en San Petersburgo, fue enviado al extremo oriental de la Unión Soviética, a la península de Kamchatka. Allí había una prestigiosa escuela naval y un puerto muy importante, sede de los acorazados encargados de la vigilancia del Pacífico y de la amenaza estadounidense.

   Durante su período de formación, la policía soviética más temida (la KGB) le pidió que reuniera un grupo de hombres para una misión especial. Sergei seleccionó una cuadrilla brutal: dos campeones nacionales de boxeo, algunos expertos en artes marciales y otras gentes sin escrúpulos. Sus primeras misiones consistieron en disolver peleas callejeras. Sin contemplaciones. Sin amortiguar un solo golpe. Cuando su grupo actuaba, no quedaba entero un solo hueso.

   Pronto les revelaron cuál había de ser su verdadera misión. Las refriegas callejeras habían sido solo un entrenamiento. El objetivo de su represión no iban a ser los borrachos, sino una casta mucho más deleznable: los cristianos.

La metodología era precisa: cuando alguno de los espías daba el soplo de una celebración de cristianos, ellos debían hacerse presentes de inmediato en la reunión y propinarles una paliza ejemplar, además de arrestar al cabecilla.

Durante sus incursiones no siempre supieron contenerse: mataron a varias docenas de personas y muchos quedaron dañados para siempre. Nadie les reprochó por ello. Cumplían su misión.

Fueron varios factores, pero uno particular generó inquietud en la amortiguada conciencia de Sergei. En una de sus incursiones, Sergei hubo de golpear a una preciosa joven. Lamentó hacerlo, pero ejecutó su misión sin dudar. Puñetazos, patadas... Alimentaba su ira la consideración de que esa absurda creencia pudiera eventualmente prender entre la gente joven.

Semanas después, en una nueva redada, volvió a encontrar a aquella chica, ya recuperada. Repitió la receta... pero quedó tocado. ¿Cómo podía estar esa muchacha otra vez ahí? Sergei estaba convencido de haberle quebrado más de un hueso, ¿por qué ese empeño en mantener sus creencias?

Con el tiempo, Sergei entendió que el deseo de celebrar la fe y alimentarla con formación nace de un presupuesto anterior. Esa muchacha lo había comprendido mucho antes y con ella otros muchos cristianos: que es mejor perder la vida que perder la fe. Fue el principio de su conversión que puedes leer en su biografía (1).

Tú lo tienes, seguro, mucho más fácil, pero... ¿qué haces para defender tu fe? ¿Das testimonio delante de los hombres, aunque te cueste tu salud o tu fama? ¿Escondes tu condición de cristiano?

   Cuesta creer. A los apóstoles les costó mucho creer que Cristo había resucitado. Lo vemos otra vez hoy en el evangelio. Jesucristo se aparece nuevamente y les dice que no tengan miedo, que miren sus manos y sus pies, que vean que no es un fantasma, que le den algo de comer... Lo hace para demostrarles que verdaderamente ha resucitado y que su presencia no es fruto de una visión o algo parecido. Aún tendrá que manifestarse más veces para que se despierte en sus discípulos la fe.

Resucitar. Era inconcebible para ellos. Además, ¿quién iba a creerlo? Bien pensado, todo es absurdo: un grupo de personas que siguen a uno que murió crucificado. La cruz era la muerte reservada para lo peor de la sociedad, para los malhechores más salvajes. Aún más, la noticia de la resurrección la dieron las mujeres, cuyo testimonio no valía para los judíos: ¿quién iba a inventar una historia así?

Solo dos razones pueden explicar lo que allí ocurrió: o bien los discípulos inventaron todo, o bien todo es verdad. Pero de ser todo una ocurrencia... ¿habrían creado una historia tan poco creíble (un crucificado, las mujeres, la resurrección...)? Si todo era producto de su imaginación, ¿por qué dieron la vida, por qué murieron por Cristo y por qué en el siglo XX sigue habiendo chicas como la de la historia de Sergei, capaces de recibir palizas por amor a Cristo? y, si es verdad... ¿no podremos ser nosotros mejores discípulos de Cristo?

   Algo debió de ocurrir. El sepulcro estaba vacío y, aunque algunos propalaran que habían robado el cuerpo, los discípulos decían que había resucitado. Además, cambiaron el día del culto de modo que, aunque eran judíos y toda su vida habían participado del sábado, comenzaron a celebrar el domingo. Después de la resurrección y la Ascensión de Jesús, sus discípulos no volvieron a sus ocupaciones anteriores –algunos eran pescadores, Mateo cobrador de impuestos...–, sino que se dedicaron a predicar, a anunciar al mundo la Buena Nueva de la Salvación que Cristo había traído.

Este conjunto de sucesos ponen al hombre, también al del siglo XXI, en la disyuntiva de buscar una respuesta razonable al hecho de lo sucedido ese en apariencia domingo cualquiera: o verdad o mentira. Y, si no resucitó... ¿por qué cambiaron los discípulos de mentalidad y de costumbres?

Creer se fundamenta en estas y otras muchas razones. Creer es razonable. «Los testimonios de cuantos nos han precedido y dedicaron su vida al evangelio lo confirman para siempre –afirma Benedicto XVI–. Es razonable creer, está en juego nuestra existencia. Vale la pena gastarse por Cristo; solo Él satisface los deseos de verdad y de bien enraizados en el alma de cada hombre: ahora, en el tiempo que pasa y el día sin fin de la Eternidad bienaventurada»[2].

Fulgencio Espá


[1] Cfr. S. Kourdakov, El esbirro, Ed. Palabra (Madrid 2012).
[2] Benedicto XVI, Audiencia, 21 de noviembre de 2012.

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