jueves, 13 de noviembre de 2014

Un terremoto devastador

 
  En 1999 un devastador terremoto asoló una zona de Turquía ocasionando pérdidas irreparables: 15.000 personas perdieron la vida y hubo más de medio millón de desplazados. La cooperación internacional no se hizo esperar si bien la respuesta más inmediata vino de sus vecinos griegos: en pocas horas ofrecieron una ayuda activa y eficaz a decenas de miles de personas.

   La enemistad entre griegos y turcos es secular. Además de las típicas tensiones fronterizas, su odio mutuo creció intensamente cuando en el primer tercio del siglo XX muchos cristianos ortodoxos griegos fueron expulsados de Turquía. Ambos países reclaman la nacionalidad de numerosas islas del Egeo y las relaciones comerciales están muy restringidas.

   La mañana que siguió a la catástrofe, el diario turco Sabah, conocido por su fortísimo posicionamiento nacionalista anti-griego, sorprendió a la luz pública con una portada cuando menos sorprendente: «Muchas gracias, vecino». Era la primera vez que una voz turca tenía palabras de agradecimiento para los griegos.


  La experiencia común del género humano es que la desgracia une. El odio entre ambas naciones era antiguo; pero el sufrimiento hizo que, junto con miles de vidas humanas, cayera el muro que los separaba.

El evangelio reproduce una situación similar, hasta cierto punto. La desgracia había unido a judíos y samaritanos en un particular grupo de leprosos. La maldición de la lepra ligaba dos grupos humanos que se aborrecían entre sí, se deseaban la muerte y, de ordinario, ni se saludaban. Cuando aquellos diez hombres ven pasar a Cristo, comienzan a gritarle desde la distancia. Ni se atrevían ni podían acercarse: la suya es una enfermedad altamente contagiosa, y la religión les declaraba impuros. Por eso estaban condenados a estar juntos: nadie más deseaba –ni podía– estar con ellos.

A voces gritaban a Cristo porque estaban sucios. Nosotros, por el contrario, podemos hablar al oído de Señor y escucharle en lo más íntimo. No porque estemos más limpios que aquellos leprosos, sino porque Él ha querido acercarse a nosotros. Este es el primer motivo de acción de gracias a Dios, que Cristo siempre está cerca y no solo no se aleja si fallamos, sino que se acerca aún más según la promesa de sus misericordiosas palabras: no tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos.

Fulgencio Espá, Con Él, noviembre 2014

San Lucas 17, 11-19

En aquel tiempo, yendo Jesús camino de Jerusalén, pasaba entre Samaria y Galilea. Cuando iba a entrar en un pueblo, vinieron a su encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían: Jesús, maestro, ten compasión de nosotros. Al verlos, les dijo: Id a presentaros a los sacerdotes. Y, mientras iban de camino, quedaron limpios. Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos, y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias. Este era un samaritano. Jesús tomó la palabra y dijo: ¿No han quedado limpios los diez? Los otros nueve ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios? Y le dijo: Levántate, vete: tu fe te ha salvado.

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