martes, 27 de octubre de 2015

Cuatro huevos fritos

Lo más grande, lo más bonito de la vida de los hombres… es lo pequeño. Contaba un sacerdote que, estando en la India, celebró Misa muy de madrugada a unas religiosas junto con el Obispo y otros invitados. A la hora del desayuno se descubrió el extraordinario lujo de un huevo frito en el plato de cada uno de los cuatro comensales. 

Por desgracia (o por fortuna), ninguno de los otros tres podían tomar el huevo, de modo que don Leo se comió los cuatro movido por el deseo de evitar un disgusto a las hermanas que con tanto cariño habían preparado tan suculento manjar. La cosa no debió de pasar desapercibida a la hermana sacristana puesto que, a la mañana siguiente después de la Misa, don Leo –esta vez solo– encontró en su mesa de desayuno, café, pan y… ¡cuatro huevos fritos!

Años después, celebró Misa para la misma congregación en Varsovia. Con sorpresa descubrió que de nuevo sobre su plato aparecían cuatro huevos fritos… la superiora había estado en la India mucho tiempo atrás, y aún recordaba los gustos de un sacerdote al que conoció tantos años atrás[1].

Una conciencia capaz de conocer los gustos de los demás y agradar en las cosas más minúsculas es, sencillamente, un alma grande. Para conseguirla: amor en las cosas pequeñas.
El amor se mide por la capacidad de tener detalles: con Dios, con la Virgen y con los demás. Poner amor en la cocina, dulzura en el modo de hablar, gusto en cómo escribimos, delicadeza en el cuidado material de las cosas.

[1] L. Maasburg, La Madre Teresa de Calcuta (Madrid 2012) 87.

Fulgencio Espá

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