sábado, 24 de octubre de 2015

Un cúmulo de fracasos

Javier Iriondo fue un deportista de élite que marchó a América para jugar a la pelota. Marchaba lleno de entusiasmo, con el sueño de triunfar más allá del océano. Las cosas no pudieron torcerse más: le sorprendió una huelga que lo dejó sin trabajo. 

No supo reaccionar; sin contactos ni amistades de ningún tipo, carente de todo estudio que le permitiera salir adelante, cayó en el más absoluto abandono que le llevó al alcoholismo.

No fue este su único fracaso. Perdió todo su dinero y finalmente se separó de su mujer. «A los 40 años sentí que ya había llegado y dejé de formarme, de tener metas, y empezó la caída. Sin motivo aparente sentía frustración y tensión, estaba mal conmigo mismo»[1].

Fue poco después cuando comprendió que todos nos hacemos una foto del futuro que nos puede hacer sufrir. «A estas alturas de la vida», contestaba en una entrevista a un periódico de tirada nacional, «debería tener una familia feliz, hijos modélicos y estabilidad emocional y financiera».

Dedujo que pensando así jamás saldría de su penosa situación. Comenzó a luchar con las dificultades reales de su vida, y poco a poco salió del hoyo. «La plenitud personal –concluye– es estar en el camino, seguir mejorando, somos aprendices de por vida; y para estar alegre no hay nada mejor que ayudar a otros».


Jesús nos advierte de la necesidad de interpretar bien lo que nos pasa para poder luchar y, con la ayuda de Dios, salir victoriosos. «Si sabéis interpretar el aspecto de la tierra y del cielo, ¿cómo no sabéis interpretar el tiempo presente? ¿Cómo no sabéis juzgar vosotros mismos lo que se debe hacer?».

Renueva el deseo de hacer, todos los días, un sincero examen de conciencia para descubrir exactamente qué te pasa. Son unos pocos minutos, en silencio. No se trata de introspección, sino de reservar un rato para pedir perdón a Dios y reconocer qué ha ocurrido en el día: en qué he fallado a Dios y a los demás, que podría haber hecho mejor y qué propósitos puedo sacar para el día siguiente.

«Examinemos nuestra conciencia», decía san Juan Crisóstomo, «siguiendo el ejemplo de los hombres de negocios, y hagamos nuestras cuentas para saber qué ganancia obtuvimos esta semana, cuál la semana pasada, y cuál la que debo obtener la semana próxima»[2].
Haz caso a san Agustín, que decía que «cada día hemos de traer a examen nuestra vida»[3]. Tiempo fijo. Por la noche. En presencia de Dios. Todos los días.

[1] Javier Iriondo, La Contra de La Vanguardia 14.7.12.
[2] S. Juan Crisóstomo, In Genesim 11, 2 (PG 53, 93).
[3] S. Agustín, De spiritu et anima 51 (PL 40, 817B).

Fulgencio Espá

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