domingo, 8 de enero de 2017

La llamada de la lectura

La primera vez que fui a Londres, a principios de los 60, la lucha contra la contaminación ya había comenzado, pero el día en que la niebla espesa y los humos de las calefacciones formaban un smog espeso, el alistamiento de los colores llamativos de los autobuses, o de las cabinas de teléfono, te recordaba que la vida no era gris.

Además, la cabina se convirtió en un símbolo de la ciudad, y de la misma manera que en Ámsterdam, hasta que no veías pasar a una señora mayor pedaleando en la bicicleta sobre un pequeño puente de cualquiera de los ramales del Amstel, no certificabas que estabas en Holanda, las cabinas de Londres eran actas notariales que certificaban dónde te encontrabas, con tanto valor como el Big Ben.

A las cabinas telefónicas les pasado como al toro de Osborne en España: han terminado su misión, pero no se atreven a ordenar la retirada, porque se convirtieron en un símbolo estético. Diseñadas por un arquitecto, dicen que se inspiró en una tumba, que es una explicación del romanticismo, pero Luis Ventoso convendrá conmigo que también le habría podido inspirar al diseñador la garita de un centinela.

De lo que no es responsable el arquitecto es del color, porque Giles Gilbert Scott se limitó a pintar los perfiles de los cuarterones de las ventanas de rojo, pero el Servicio Postal, al que pertenecían las cabinas, tenía como color institucional el rojo y ordenó que se pintaran de ese color en toda su totalidad. En las campiñas de Sussex y York hubo bastantes protestas, y en algunas localidades lograron que se pintaran de verde, ese tipo de rectificaciones de la que sólo son capaces los países con una fuerte y convencida sociedad civil, y que a mí me producen envidia. La explicación de su amplitud se debe, precisamente, a esa dependencia funcional de Correos, que las concibió no sólo para llevar a cabo llamadas telefónicas, sino como una pequeña oficina postal donde se pudieran escribir cartas y notas.

Las letras reaparecen, aunque sea en cortos mensajes, lo que quiere decir que el telegrama, casi desaparecido, se recicla en los móviles, y el correo renace en los emails. En toda esta transformación, que se ha llevado a cabo en apenas un cuarto de siglo, puede que lo único que se haya resentido sea el subjuntivo, que no cabe en un tuit. Pero a lo mejor se refugia en los libros de una antigua cabina de teléfono. Es un punto de vista, aunque sea para mantener a raya a la decadente nostalgia.

abc.es

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