martes, 19 de septiembre de 2017

La conversión de un ateo perfecto

André Frossard era el hijo del secretario general del partido socialista, dormía en la habitación que, durante el día, servía a su padre de despacho, frente a un retrato de Karl Marx, por el que sentía una profunda admiración. Había sido educado de modo totalmente ajeno al cristianismo, no había sido bautizado. Era, como él mismo reconoce, un perfecto ateo que ni siquiera se preguntaba por su ateísmo.

Su amigo André Willemin desde hacía tiempo intentaba ganarle para la fe católica por la vía intelectual. Había probado con todos los argumentos que conocía y con toda la persuasión de que era capaz sin tener éxito alguno. Pero a las cinco y diez de la tarde del lunes 8 de julio de 1935, entró en la capilla de Adoración de un pequeño monasterio en pleno Barrio Latino de París y ocurrió algo inesperado: encontró a Dios. Como él mismo dirá: «Dios existe, yo me lo encontré». 


Esa misma tarde le dirá a su amigo André: «habiendo entrado allí escéptico y ateo de extrema izquierda, y aún más que escéptico y todavía más que ateo, indiferente y ocupado en cosas muy distintas a un Dios que ni siquiera tenía intención de negar (…), volví a salir, algunos minutos más tarde, “católico, apostólico, romano”, llevado, alzado, recogido y arrollado por la ola de una alegría inagotable»[1].

La fe no es la conclusión de ningún razonamiento, ni la mera aceptación de una serie de verdades, o la asunción de una moral o código de conducta. La fe verdadera solo nace del encuentro con Jesucristo, muerto y resucitado. Eso fue lo que causó la conversión de André Frossard y eso es lo que enciende en tu corazón la llama de la fe. Tu fe es, ante todo, relación personal con Jesús, se refiere en primer término a Él. Es confianza en Él y en su palabra.

[1] A. Frosard, Dios existe, yo me lo encontré, Madrid 1983.


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