Hoy he cogido un taxi. Ha sido en Madrid, en la calle Serrano. Iba a Atocha. No había tráfico y el trayecto no ha durado más de 10 minutos.
Lo malo de los taxis es que, del taxista, ves poco más que su espalda y su medio perfil. La primera medía unos dos metros de ancho y estaba flanqueada por dos columnas a modo de brazos; del segundo se percibía una barba bien recortada.
Vamos, alguien a quien no te gustaría tener enfrente en un partido de rugby. El taxista era un tipo simpático y dicharachero, jovial, que ha soltado las típicas bromas mil veces ensayadas. “¡Vaya −he pensado−, el típico gracioso intentando confraternizar!”.
Y eso que a mí me encanta hablar con los taxistas, se aprende mucho. En mi familia son ya legendarias mis conversaciones con los taxistas. Pero hoy estaba acabando de escribir un WhatsApp y no tenía ganas.
De pronto, recibe una llamada, se disculpa amablemente y la atiende. Puedo ver en la pantalla del móvil imantado al salpicadero el nombre de quien llama: “Aamor”, con las dos aes que, dicen, permiten a la policía saber a quién llamar en caso de emergencia. Del otro lado del teléfono llega una voz femenina, entrecortada y dificultosa que no es capaz de pronunciar dos sílabas seguidas.
No acierto a descifrar ninguna palabra. El taxista lo entiende todo y contesta con una dulzura y una delicadeza extraordinarias:
−¿Vas con mi madre? Claro, amor, yo llegaré muy pronto. No te preocupes, que ella te acompaña.
Deduzco con gran esfuerzo que ella le pregunta por unas pastillas para limpiar algún aparato.
−No te preocupes, cariño, que yo lo lavo en cuanto llegue. Además, está limpio, que lo lavamos hace poco. Ve con mi madre, amor, y yo, en cuanto llegue, me ocupo.
Ella insiste.
−Bueno…, están en el aseo, en el estante del papel de váter, pero, de verdad, que yo me ocupo, cariño… Llego enseguida y me ocupo.
Parece conformarse.
−Nos vemos enseguida, amor, te quiero mucho.
Silencio en el taxi. El taxista reemprende la conversación donde la habíamos dejado, como si la llamada no hubiera existido, y yo le sigo. A los pocos minutos, le interrumpo:
−¿Qué tiene?
−¿Quién? ¿Mi mujer? Epilepsia, y una enfermedad degenerativa.
−Vaya, pobrecita. ¿Y no se recuperará?
−No lo sé. Ojalá. Cada día la quiero más. Mire, desde que está así, la quiero mucho más que antes. La naturaleza es sabia y me ha dado este amor especial, sí, me ha transformado. Mi tarea es hacerle la vida lo más alegre posible. La vida es a veces dura, pero ella se merece lo mejor, y yo estoy para procurárselo, a veces me cuesta, pero ella lo es todo…
La conversación fluye ágil y serena por estos derroteros. Yo escucho atónito, embelesado, a aquel hombretón hablar del amor como un poeta enamorado. Llegamos a destino. Le agradezco sinceramente el ejemplo de vida y de humanidad que me acaba de dar y me voy sonriente, como levitando. “¡Dios está ahí!” Pienso. Tanto razonar sobre la entrega, el servicio, el amor para siempre y el olvido de sí mismo y, en el momento más inesperado, te sale al encuentro en plena calle el amor de verdad, el que no se puede explicar, el que nos eleva por encima de toda la creación y nos hace, en verdad, seres extraordinarios.
¿Cómo lo llamaría? Mi homenaje a un ángel al volante: ¡Amor de taxista!
Javier Vidal-Quadras, en javiervidalquadras.com. /almudi.org
Juan Ramón Domínguez Palacios
http://anecdotasypoesias.blogspot.com.es
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