lunes, 24 de diciembre de 2018

Cuento de Navidad


Antes de que un tumor en las cuerdas vocales lo apartase del canto había pasado muchas Navidades subido a los mejores escenarios. Superó la enfermedad pero su voz se vencía indefectiblemente en los ensayos y poco a poco se fue quedando sin contratos.

 Una escuela de música en Alemania le ofreció un trabajo; lo aceptó porque el olvido se le hacía más fácil de asumir en un país lejano donde de cuando en cuando se sacudía la abstinencia dirigiendo una coral de aficionados.
Si preguntaba por sus discos en alguna tienda lo miraban como si pidiese una rara pieza de anticuario, de modo que en alguna ocasión se sorprendió a sí mismo buscando en Youtube el recuerdo de sus buenos años. Con el tiempo, y aunque el pellizco de la melancolía le siguiese apretando, se acostumbró a aceptar que el precio de seguir vivo era la renuncia al magnético nirvana del aplauso.

En las vacaciones de Pascua regresaba a su vieja capital de provincia. Para vencer la cosquilla de la soledad le gustaba recorrer como un rito las calles donde había crecido con su familia y hacer un inventario mental de los vecinos, las tiendas y los bares que sobrevivían. 

Cada vez eran menos y cada vez la ciudad le parecía más distinta; hasta dejó de preguntar por los conocidos por temor a recibir malas noticias. Una tarde de vísperas de Nochebuena paseaba solo por la plaza de la catedral y entre un hormigueo de gente cargada de paquetes y de prisa le vino a la memoria el cosquilleo del día pletórico en que interpretó allí el «Mesías». 

Entonces reparó en una melodía que brotaba tras un grupo de personas arracimado en una esquina. Se acercó: seis músicos jóvenes tocaban instrumentos de cuerda vestidos de una etiqueta algo raída y tocados con gorros de Papa Noel comprados en alguna tienda china. 

Le llamó la atención el porte noble con que se esforzaban por mantener una prestancia digna. En una pausa pegó la hebra con ellos; eran búlgaros egresados de un conservatorio de Sofía que viajaban por Europa actuando en la calle para paseantes y turistas. 

Entonces le vino de pronto un impulso invencible como una necesidad íntima; dejó un billete en la caja de cartón, puso en el suelo su propio sombrero boca arriba, se ajustó la bufanda a la garganta y les pidió que tocasen un Ave María. Pensaba en Gounod pero ellos atacaron con gesto cómplice el de Schubert justo cuando empezaba a caer una suave llovizna. 

La voz le brotó primero dubitativa, remolona, fría, y se fue calentando hasta que en el «benedictus frutus ventris» la encontró en su textura exacta, templada, precisa. Se sintió iluminado, invulnerable, ingrávido al paladear cada nota como si fuese el último acto de su vida. Casi no oyó la ovación que aún sonaba cuando se despidió de los músicos con una inclinación de cortesía y se alejó flotando sobre los adoquines mojados, ebrio de un repentino vértigo de pundonor y adrenalina.

Ignacio Camacho
abc.es 
Juan Ramón Domínguez Palacios
http://anecdotasypoesias.blogspot.com.es

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