viernes, 9 de agosto de 2013

Edith Stein o la búsqueda apasionada de la verdad


 Edith era la pequeña de una numerosa familia judía de Prusia, actualmente Polonia. Nació a finales del siglo XIX y murió en el campo de concentración de Auschwitz durante la segunda guerra mundial. Su vida fue una constante búsqueda de la verdad que la condujo a surcar el inmenso océano de la filosofía, hacerse posteriormente católica y, finalmente, a ingresar como carmelita en la alemana ciudad de Colonia.

   El sostenimiento de la familia dependía de una pequeña industria maderera que generaba algunos puestos de trabajo. Con la prematura muerte del padre, la madre de Edith (Auguste Stein) hubo de hacerse cargo de la gestión de la empresa. Aprendió contabilidad, visitaba los campos, cuidaba de la casa y del trabajo; era una mujer fuerte, judía convencida y piadosa que luchó hasta el final por los suyos.


Edith fue, desde siempre, muy inteligente. Quiso ir a la escuela antes de tener la edad necesaria, y pasaba los cursos con extraordinaria facilidad debido a su brillantísima capacidad. A los quince años abandonó conscientemente la oración. Le parecía superflua, absurda, inservible. Dios estaba muy lejos y ella dejó explícitamente el judaísmo, que hasta entonces había practicado. En la universidad estudió filosofía, y pronto trabajó para uno de los más brillantes pensadores de inicios de siglo XX: Edmund Husserl. Poco a poco, Edith comenzó a ser reconocida en todo el mundo por su competencia filosófica y su gran capacidad de trabajo.

Sin embargo, aunque ella se había alejado de Dios, Dios no se había alejado de ella. Algunos impensados acontecimientos hicieron que recapacitara y acabara retornando al Dios verdadero. Vamos a recordar algunos de ellos.

Como ella misma cuenta, un punto fundamental fue su estancia en Frankfurt. En esta ciudad se encontró con su amiga Pauline, hermana de Adolf Reinach.

«Teníamos mucho que contarnos mientras recorríamos lentamente la ciudad antigua, que me era tan familiar por los Pensamientos y recuerdos de Goethe. Pero me impresionaron más otras cosas que el Monte de Roma y la Tumba del ciervo. Entramos unos minutos en la catedral, y, mientras estábamos allí en respetuoso silencio, entró una señora con un cesto del mercado y se arrodilló en un banco, para hacer una breve oración. Esto fue para mí algo totalmente nuevo. En las sinagogas y en las iglesias protestantes, a las que había ido, se iba solamente para los oficios religiosos. Pero aquí llegaba cualquiera en medio de los trabajos diarios a la iglesia vacía como para un diálogo confidencial. Esto no lo he podido olvidar».
Dios en medio de las cosas más humanas... y casi sin darse cuenta, Edith comenzó a tener envidia de los que podían relacionarse así con el Todopoderoso.

La joven y prometedora profesora de filosofía, cuya clarividencia intelectual era sobresaliente, había hecho gran amistad con una familia protestante: los Reinach. Su afecto era sincero, afectuoso, próximo: se apreciaban.

La trágica muerte de Adolf Reinach en el frente de Flandes el 16 de noviembre de 1917 le dio mucho que pensar. Pocos días después recibió una carta de la viuda en la que le rogaba fuera a Gotinga, si le era posible, «a ordenar los papeles que su marido había dejado».

Edith no sabía qué palabras de consuelo podría usar con la viuda, que sería seguramente presa de una profunda desesperación.

El impacto que le causó el encuentro jamás será olvidado. La encontró serena y llena de esperanza. Más tarde, en el funeral, escuchó palabras de consuelo y de futuro. Edith se daba cuenta de que la Cruz significa algo muy distinto del sufrimiento sin sentido que ella había imaginado, pero lo calló durante años. Más tarde, una vez convertida y hecha religiosa carmelita, nos hará esta confidencia:

«Fue este mi primer contacto con la Cruz y con la virtud divina que comunica a los que la llevan. Por primera vez vi palpablemente ante mí a la Iglesia nacida de la Pasión redentora de Cristo en su victoria sobre el aguijón de la muerte. Fue el momento en que se quebró mi incredulidad, palideció el judaísmo y apareció Cristo: Cristo en el misterio de la Cruz. Por eso, en mi toma de hábito no acertaba a expresar otro deseo que el de llamarme, en la Orden, con el apelativo de la Cruz».
Una vez más, Edith sintió envidia –de la buena– de los creyentes en Cristo.

Hubo un paso decisivo en su conversión. Una tarde de julio en la casa de los Conrad Martius (otra pareja de filósofos amigos), entró en la biblioteca, tomó por casualidad un libro y comenzó a leer. Era la vida de santa Teresa de Jesús. Pasó toda la noche en vela, leyéndolo. A la mañana siguiente solo alcanzaba a repetir una frase: Esta es la verdad.

Edith, que había pasado toda su vida buscando, por fin había encontrado la verdad: y por eso decidió hacerse católica. Cuando lo comunicó en casa, la decepción de su madre fue mayúscula. Una tristeza muy grande invadió su alma: difícilmente podía dirigirle una sola palabra.

Edith no la dejó de lado, sino que seguía apoyándola en sus labores e incluso la acompañaba cada sábado a la sinagoga. Era un camino silencioso, transido por el dolor de madre e hija, que experimentaban una indeseada lejanía a pesar de estar tan cerca.

Un día, volviendo de la enseñanza sabática, Auguste Stein estalló, y dijo a su hija, como increpándola: ¡¡¡Si yo no tengo nada contra ese hombre, salvo que se hizo igual a Dios!!! ¿Qué necesidad tenía de asemejarse a Dios? ¡Dímelo!

Había comprendido que Jesucristo afirmaba de sí mismo ser verdadero Dios y hombre verdadero, y le parecía una blasfemia. Para Edith, por el contrario, esa es la verdad y, una vez conocida, no podía abandonarla.

Años más tarde decidió entregar su vida entera a Jesucristo entrando en el Carmelo. Confiesa que, el día en que se lo comunicó a su madre, fue el más triste de su vida. Permanecieron las dos juntas, llorando, sin poder articular palabra...

No obstante, Edith siguió su camino. Cuando se recrudeció la persecución de Hitler contra judíos y católicos, fue enviada al campo de concentración donde murió.

La vida de Edith: búsqueda, cruz y verdad. Confiemos en que el Señor nos lleve a nosotros también a comprender, un poquito mejor, la verdad por la que merece la pena comprometer la vida entera.

Fulgencio Espá, Con El, agosto 2013

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