domingo, 11 de agosto de 2013

Las riquezas de la Iglesia

 
   Alejandro estaba en un box de urgencias. Un muchacho normal  de unos dieciséis años. Una grave infección en la piel le había obligado a ingresar en el hospital. Pasó allí un día, y poco a poco hizo amistad con los profesionales de la clínica.

   En una de las visitas, después de preguntarle si estaba bien, Lucía, una enfermera experta, con muchos años de trabajo a sus espaldas, le preguntó a bocajarro: —¿Eres creyente? Probablemente había reparado en el crucifijo que había en la mesita, o bien se habría dado cuenta de que esa tarde había rezado el rosario.


—Claro –respondió Alejandro.
—Yo antes creía más. A tu edad iba a la iglesia de vez en cuando y a veces rezaba. Pero... hubo una cosa que vi que me hizo perder la fe: entrar en el Vaticano.
—¿El Vaticano? –la respuesta había dejado algo perplejo al chico.

—Sí. En Roma me pareció que la Iglesia está forrada, y lo que peor me sentó es que en la audiencia con el Papa había una puerta para nosotros, «la gente», y otra por la que pasaban los grandes y los privilegiados, que por supuesto estaban más cerca del Papa. Eso no pudo sentarme peor. Mi visita a Roma me hizo perder la fe...

—¡Qué casualidad!, ¡a mí también! –replicó el enfermo.
—¿Pero no me acabas de decir que eres creyente? –ahora la que estaba perpleja era la enfermera.
—¡Claro que lo soy! –continuó el muchacho–, pero mi visita a Roma, ver esas cosas que dices y otras peores que a veces salen por la prensa... me hicieron pensar que mi fe era muy débil. En Roma perdí la fe supersticiosa o infantilona con la que me había contentado hasta entonces: entendí que debía formarme mejor.

A veces, una novela de moda, una película en boga o los tópicos de siempre (¡las riquezas del Vaticano!) hacen perder la fe a algunas personas y, quizá, nos la debilitan a nosotros mismos. Esto nos tiene que hacer pensar: porque, si ocurren estas cosas, es porque nuestra fe no es a prueba de bombas, no es madura, no es profunda. Es una fe superficial, y el primer soplo de la dificultad barre esa sensiblería...

Quien estudia historia de la Iglesia sabe que hay mucho pecado en los años del caminar terreno de los miembros de la esposa de Cristo... Muchos pecadores que han sido figuras «importantes» en esa historia. 

¿Y qué? ¿Vas a dejar de creer en Dios porque haya pecadores... y pecadores en la Iglesia? Eso no hace sino confirmar que, a pesar de los pecados de los hombres –los tuyos y los míos–, la Iglesia sigue viva, porque está animada por el Espíritu Santo, porque Cristo habita en ella y porque el Padre la guía con su mano providente.
Pídele a Dios no escandalizarte nunca, porque será signo de una fe madura.

   La Iglesia posee un patrimonio cultural muy grande que está al servicio de todos los hombres. Gracias a su custodia de la cultura, llevada a cabo en momentos en que no le importaba a nadie más, hoy tenemos acceso a miles de documentos y obras de arte que de otro modo se habrían perdido. El aprecio por los bienes culturales es una nota dominante en la Iglesia porque significa el respeto por las expresiones más excelentes del ser humano: la música, la arquitectura, escultura o pintura; la literatura... tantas cosas que elevan el espíritu y que ayudan a los hombres a recordar la grandeza de ser hombre.

   Pensar que todo eso pueda ser vendido y empleado con fines sociales es una ordinariez y, además, una injusticia. A fin de cuentas, otros lo usarían con fines más bajos. Si la Iglesia los mantiene, es por su alto valor, pero eso no le hace perder de vista que su gran tesoro siguen siendo –y lo serán por siempre– los pobres: los que carecen de espíritu y se sumen en la desesperación, los que no tienen nada y pasan hambre y sed. ¡Ese es el tesoro de la Iglesia que para ellos vive y muere cada día! Y quien diga lo contrario... miente, porque, si echas un vistazo al mundo, dime: ¿quién hace más por los pobres?, ¿quién ha comprometido su vida entera sin esperar nada a cambio con tal de devolver a las almas la alegría de vivir y la esperanza de la vida eterna? Lo contrario –que me perdonen– es ideología. No lo toleres.

Fulgencio Espá, Con El, Agosto 2013

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