miércoles, 4 de diciembre de 2013

George Steiner

   
Si uno goza de libertad para elegir su propia compañía, la de los creyentes es de una distinción abrumadora. Descartarla, atribuir a sus percepciones una fuerza meramente retórica o arcaica, supone dejar fuera la mayor parte de nuestra civilización.

   George Steiner (París, 1929) es uno de los más brillantes estudiosos de la cultura europea. Parisino, hijo de judíos austriacos, fue educado en Estados Unidos durante la segunda guerra mundial por maestros de la talla de Lévi-Strauss o Jacques Maritain. Profesor de Literatura Comparada en Cambridge y en la Universidad de Ginebra, está considerado un raro ejemplo de erudición y cosmopolitismo. Eso le ha permitido difundir sus tesis anticonvencionales y afirmar que las artes, las letras y toda la cultura occidental se disuelven en la medida en que pierden el sentido de la trascendencia. 


   En 2001, el Premio Príncipe de Asturias ha querido destacar su contribución a las Humanidades. Steiner es un ilustrado inteligente y exquisito. Su positivismo le impulsa a negar, con un tic automático, cualquier realidad que escape a la verificación sensible. Su erudición, por el contrario, le lleva a reconocer que en los mejores artistas de la historia hay una búsqueda incesante de lo divino y que no parece razonable pensar que esa presencia de Dios en las cumbres de la creación artística pueda ser auto- engaño pueril. Para un positivista ortodoxo, decimos a Dios gracias o Dios mediante en el mismo sentido metafórico que decimos sale el sol. 

Es decir, aunque empleamos a menudo la palabra Dios, la conservamos como una etiqueta sin contenido, como un fantasma de la gramática y una rutina coloquial, porque no hay reflexión rigurosa que garantice su existencia. Pero Steiner constata que, casi todo lo que reconocemos con valor incalculable en los ámbitos de las artes y las letras, es de inspiración o referencia religiosa. Un inventario objetivo hace abrumadora esta constatación. El teatro trágico -por mencionar quizá el más profundo de los géneros estéticos- está obsesionado con Dios, al menos desde Esquilo hasta Claudel. 

Aunque Hume, Marx y Freud tomen lo religioso por fantasía originada en el infantilismo y la neurosis, no parece que los clásicos opinen lo mismo. Yeats decía que «ningún hombre puede crear como lo hicieron Shakespeare, Homero o Sófocles, si no cree con toda su sangre y su coraje que el alma humana es inmortal». Este planteamiento es inaceptable para el pensamiento ilustrado de las sociedades occidentales educadas por Voltaire y Comte, porque más allá de lo empírico no admiten nada. Pero la fuerza de Homero y Shakespeare, la tristeza y el idealismo de Don Quijote, la luz que entra por la ventana de Vermeer, la alegría de Vivaldi y de Mozart están hablando de lo mismo en el momento exacto en que las palabras fracasan y lo sensible calla. Es la tesis de Steiner en su célebre ensayoPresencias reales. 

Años más tarde, al escribir Errata, El examen de una vida, vuelve sobre lo mismo y nos dice que cualquier nómina de grandes intelectuales y artistas debe incluir a Sócrates, Platón, Aristóteles, san Agustín, Pascal, Newton y Kant, a Dante, Tolstoi, Dostoievski, Descartes, Einstein y Wittgenstein, a Bach, Beethoven, Miguel Ángel y Shakespeare. Una asombrosa coincidencia nos muestra que lo mejor que han producido está inspirado por cierta presencia divina de dimensión no empírica. Se puede objetar que estas elevadas autoridades pertenecen al pasado, señalando con su presencia una etapa en la evolución del homo sapiens. 

Así, Trotski declaraba que Aristóteles o Goethe están ahí para ser superados. Pero Steiner no lo ve tan claro: Comprendo la orgullosa lógica de esta refutación, pero la encuentro fallida. En las ciencias exactas y aplicadas, el progreso es un hecho verificable. Que yo o que alguien, en un contexto sociocultural o durante un lapso de tiempo muy breve, posea capacidades para la reflexión analítica, para penetrar en la naturaleza del hombre y del ser, más amplias, más hondas que las de Platón, Dante o Pascal me parece extraordinariamente improbable {...}. Si uno goza de libertad para elegir su propia compañía, la de los creyentes es de una distinción abrumadora. Descartarla, atribuir a sus percepciones una fuerza meramente retórica o arcaica, supone dejar fuera la mayor parte de nuestra civilización. 

Sin embargo, «ni la buena compañía de la que uno goza como creyente, ni la primacía en nuestra herencia común del precedente religioso demuestran nada», y por esa razón, en gran medida, «el agnosticismo es la Iglesia real de la modernidad». Además, si Dios puede explicar la mejor música de cámara, ¿cómo explicar con Él la cámara de gas? Aquí, Steiner sólo ve plausible la respuesta bíblica: Este odio y este dolor desesperados, esta náusea del alma, producen un extraño contraeco. No sé cómo expresarlo de otro modo. En el enloquecedor centro de la desesperación yace el insistente instinto de un contrato roto (...). Resuena el ruido de fondo de un horror posterior a la creación [...]. Hay algo que se ha torcido horriblemente. 

La realidad debería, podría haber sido de otro modo. La experiencia humana debería, podría haber hecho imposible el sadismo, el interminable dolor de nuestras vidas. Por eso, la rabia impotente, la culpa que domina y supera mi identidad llevan implícitas la hipótesis de trabajo del pecado original {...]. Sólo un acontecimiento semejante (...) puede hacernos entender, aunque casi nunca soportar, las realidades de nuestra historia en esta tierra arrasada. Estamos condenados a ser crueles, avariciosos, egoístas, mendaces. 

Cuando era, cuando debería haber sido lo contrario. Cuando la verdad y la compasión hasta el sacrificio de hombres y mujeres excepcionales nos muestran de un modo tan sencillo cómo podría haber sido. Ante el naufragio en el dolor, ¿qué queda de las certidumbres positivistas? Ciertamente, muy poco. Pero «el corazón tiene razones que la razón desconoce», y esa célebre máxima de Pascal le hace intuir a Steiner que lo que colma nuestro corazón puede estar «más allá de la razón, más allá del bien y del mal, más allá de la sexualidad, que, incluso en la cumbre del éxtasis, es un acto tan insignificante y efímero». Es la tesis de Errata, El examen de una vida.

José Ramón Ayllon, Dios y los náufragos, Ed Belacqua

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