viernes, 16 de mayo de 2014

Contemplarle en la cruz me da mucho consuelo

   
Don Esteban estuvo 7 años en Taiwán, y allí pudo realizar una labor que se asemeja más a la Iglesia del siglo primero –una Iglesia nueva y naciente– que a aquella otra del siglo XXI. Ese es el espíritu que el Papa quiere para nosotros: una comunidad joven, llena de entusiasmo que lucha por comunicar la alegría del Evangelio.

   Una mujer de la parroquia se había convertido, y cuando pidió el bautismo se alegró al saber que tres de sus hijos también lo harían. El cuarto, no obstante, nada quería saber de Cristo o de la Iglesia. Ella intentó convencerle, pero fue imposible. Ella no hizo caso omiso a las necesidades de su hijo, y no perdía oportunidad para rogarle a Dios por su conversión.


Pasado el tiempo se descubrió que el muchacho tenía cáncer. Al principio, el joven no quería saber nada de la fe, pero poco a poco cedió a las sugerencias de su madre. Se bautizaría.

Rápidamente llamaron a Don Esteban para que fuera al hospital. A las nueve de la mañana del lunes, el sacerdote estaba allí con los oleos y el agua para llevar a cabo el bautismo. Después de un breve diálogo, el muchacho fue bautizado con el nombre de Pablo. Seguidamente, recibió el sacramento de la confirmación al ser ungido con el santo Crisma. Don Esteban prometió llevarle la comunión al día siguiente, para que así pudiera recibir por primera vez a Jesús.

Durante la ceremonia, el enfermo sostuvo en sus manos un crucifijo que el sacerdote le había dado. Al término de los ritos, don Esteban se lo pidió, pero el nuevo cristiano le suplicó que se lo dejara. Padre, afirmó, Cristo en la cruz me da mucho consuelo.

La cruz sustrajo a Cristo de la vista de los hombres, pero su mismo doloroso tránsito fue un regalo para los hijos de los hombres: bálsamo en el sufrimiento, consuelo en la aflicción. Mirar a Jesús crucificado, tocar una pequeña cruz de metal o de madera, tiene efectos inmensamente consoladores para el alma que sufre. Él padeció exactamente o más que cada uno de nosotros; ¿no es una noticia que te llena de vida y de piedad?

Pocos días después, Pablo moría. La enfermera –pagana– había pasado todos los días del hospital junto a su cama. Cuando el sacerdote acudió a hacer las últimas oraciones, ella no perdió la oportunidad para comunicarle, llena de sinceridad y lealtad: «Padre, desde que usted estuvo aquí por primera vez y trajo aquella agua, él no volvió a ser el mismo: ha tenido una alegría y una paz que no sé cómo describir... ¿contagiosas?».

Lo que ella no sabía –y ese día descubrió– es que esa alegría y esa paz, esa agua del bautismo, no era solo para Pablo, sino para todos los hombres de todos los pueblos... también para ella; y también para ti.

Fulgencio Espá, Con Él, Pascua


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