lunes, 21 de julio de 2014

¡Morena a toda costa!

   
   El caso fue famoso en Estados Unidos. Una mujer había sido llevada a los tribunales acusada de llevar a su hija de seis años a una cámara de rayos UVA. La mujer –cuya piel era entre marrón y negra, totalmente artificial– se defendió ante el juez: He luchado toda mi vida por estar morena, pero jamás le haría eso a mi hija. Lo que se juzgaba no era solo el hecho, sino sobre todo si aquella mujer era capaz de tener una hija a su cargo...

   ¿Exagerado? Quizá, no tanto. Vive entera y solamente para estar morena, aunque su piel ha perdido ya toda belleza. Pasa horas y horas bajo la lámpara de rayos UVA, y pronto, si no lo evita, se provocará una grave enfermedad. Es una obsesión: está enferma.

   Sin llegar habitualmente a este extremo, hay que reconocer que vivimos en un tiempo contradictorio. Personas de toda condición son capaces de sufrir lo que sea con tal de alcanzar cierto bienestar del cuerpo o una satisfacción transitoria. Hacen sacrificios inmensos por tener un cuerpo bonito, un pelo precioso, una piel sin marcas, una musculatura a punto, una apariencia despampanante; practican una gimnasia agotadora, se someten a operaciones estéticas de alto riesgo... ¡lo que haga falta! 


   Son los mismos que, después, se muestran incapaces de admitir que los hombres y las mujeres cristianas –nosotros– puedan hacer sacrificios por el bienestar espiritual.

   Pidamos a Dios, para todos, un punto de mira elevado. Pidámosle que sepamos buscar no solo la salud corporal, sino sobre todo la salud espiritual. Párate un momento. Piensa cómo cuidas tu cuerpo, cuánto tiempo y cuántas atenciones le dedicas. Luego considera: ¿qué sacrificios específicos haces por mantener tu alma en forma?

   Contradictorio es también el modo en que muchos miran a los cristianos. Si les hablan de alguien que solo come raíces, de otro que pasa seis meses al año escalando en el Himalaya o de un tercero que se levanta a las 4.00 para correr dos horas... pueden contestar que «en fin, cada uno hace con su vida lo que le parece» y «de gustos no hay nada escrito». En cambio, cuando se trata de un amigo o un colega de trabajo, «tan normal en todo lo demás», que un día les dice que es cristiano y se preocupa de Dios... 

   No suelen conformarse con un: «pues mira, no lo entiendo». A menudo se escandalizan y alzan la voz: «¿pero cómo?, ¿¡tú!?; ¡¡que no comes pan en las comidas o tomas fruta en vez de pastel por ofrecer un sacrificio??»; «¡¡que ayunas el Miércoles de Ceniza??»; «¡¡que no tomas carne los viernes de Cuaresma??». Y un largo etcétera acompañado de referencias a tiempos pasados, a maneras superadas, a... Porque, para el hombre plano-corporal, resulta un escándalo, una locura, una auténtica estupidez preocuparse del alma.

   De todos modos, algo hay en sus preguntas que nos interpela. En algo tienen razón: ¿por qué renunciar a planes legítimos, cosas cómodas, gustos placenteros? Ese prescindir será por algo. ¿Por qué? Debes tú mismo preguntártelo en tu oración.

   Es necesario que nosotros en primer lugar comprendamos la finalidad de la mortificación. Hemos de comprender que su utilidad no está solo en agradar a los demás, sino fundamentalmente en ofrecernos a Dios. Jesús, como hemos escuchado en el evangelio, no quiere sacrificios: o sea, no quiere ofrendas de animales, palomas, ovejas o toros. No. Quiere la ofrenda de nosotros mismos, quiere nuestra entrega.
Ahí tienes el sentido cristiano de la mortificación.

Fulgencio Espá, Con Él, Julio 2014

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