domingo, 1 de noviembre de 2015

La mujer encorvada

Más y más se quebraba cada día. Comenzó como una pequeña dificultad, un minúsculo dolor; acabó por ser una deformidad espantosa. De todo había probado para curar su maltrecha espalda. Nada servía. Sin remedio: los músculos se aprietan, la carne se endurece, el dorso se reflexiona. Rigidez. Hacía ya meses que la mujer había dejado de mirar al cielo «cara a cara».

Un mal espíritu poblaba su alma sembrando a su vez esa enfermedad del alma que es desesperanza. Ya no era capaz de ganarse la vida, su carácter se había agriado hace tiempo y sus amigos huían de ella. Una apestada, eso es lo que era; una apestada negativa; sin sombra de ilusión o de esperanza.

Fue a la sinagoga movida más por inercia que por creencia. Cumplía así con los deberes propios de una hija de Abraham.

¡Es Jesús!, exclamó en interior; el ánimo crecía… Una luz en el horizonte: porque bien sabía ella los prodigios que Cristo había hecho en su tierra. No se hablaba de otra cosa… pero enseguida la llama se apagó porque estaba harta de supercherías.

Por muy enferma que esté, jamás iré donde Cristo. ¡No más curanderos! No, nunca: Jesús no puede hacer nada por mí; muchos lo han intentado antes: ¡ya está bien!

El peso de los meses y la tristeza de años se impusieron sobre el apasionado deseo de acercarse al Señor y gritarle bien cerca lo que tantos otros mucho antes le dijeron: ¡Si quieres, puedes curarme! Pero ella se dijo: No, no puede… soy un caso perdido.

Ni si quiera se acercó a Cristo. ¿Para qué, si no tengo solución? Se echó en una esquina polvorienta de la sinagoga. A lo suyo. Allí trató de avivar lo que era su último rescoldo de fe. Pidió al Todopoderoso que la llevara consigo para poder gozar así de una vida nueva porque ya nada la invitaba a seguir andando los caminos de los hombres…

Oró a Yahvé y, como ocurre siempre, fue Cristo-Hijo de Dios quien presentó esa petición. Se acercó –es Jesús quien toma la iniciativa– y gritó, con autoridad: mujer, queda libre de tu enfermedad.

Al instante ella notó cómo su espalda se enderezaba, su ánimo se fortalecía y toda ella se ilusionaba ante una vida nueva jamás esperada. Cristo, que es bueno, se había adelantado a sus deseos más profundos. Ella no le pidió nada pero Él se lo dio todo.

Estaba demasiado convencida de que lo suyo no tenía solución: eran dieciocho años soportando la misma enfermedad.

Es posible que a ti te pase lo mismo: son muchos años cayendo en el mismo vicio, tropezando en la misma piedra, cometiendo el mismo pecado. Haces propósito de no volver a caer pero no es difícil reconocer que, lejos de mejorar, tus caídas son más duras y tus golpes, aún peores. Dieciocho años. Quizá más.
Si llegaras a considerar un día, por hipótesis, que lo tuyo es un caso perdido, que no vas a poder, recuerda siempre a Jesús predicando en la sinagoga tal como nos lo describe el evangelio: Cristo tomando la iniciativa sobre tus defectos o, lo que es lo mismo, Cristo demostrando a los hombres lo irracional de desesperar, porque Él siempre puede hacer algo por nosotros y por los nuestros.

San Lucas 13, 10-17

Un sábado, enseñaba Jesús en una sinagoga. Había una mujer que desde hacía dieciocho años estaba enferma por causa de un espíritu, y andaba encorvada, sin poderse enderezar. Al verla, Jesús la llamó y le dijo: Mujer, quedas libre de tu enfermedad. Le impuso las manos, y enseguida se puso derecha. Y glorificaba a Dios. Pero el jefe de la sinagoga, indignado porque Jesús había curado en sábado, dijo a la gente: Seis días tenéis para trabajar: venid esos días a que os curen, y no los sábados. Pero el Señor, dirigiéndose a él, dijo: Hipócritas: cualquiera de vosotros, ¿no desata del pesebre al buey o al burro, y lo lleva a abrevar, aunque sea sábado? Y a esta, que es hija de Abrahán, y que Satanás ha tenido atada dieciocho años, ¿no había que soltarla en sábado? A estas palabras, sus enemigos quedaron abochornados, y toda la gente se alegraba de los milagros que hacía.

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