miércoles, 1 de febrero de 2017

Mirar adentro

Marianela –Nela le llaman todos en el pueblo- es el nombre de la pequeña niña, feúcha y escuálida, que da nombre a una de las novelas de Pérez Galdós. Ella dedica su tiempo a acompañar a Pablo, un chaval de su edad que es ciego. 

El trato continuado les lleva a conocerse, en un aprecio recíproco que crece día a día: mientras ella le va contando cómo es el mundo, él capta el profundo ser de su valiosa cicerone. 

En un momento determinado, surge la posibilidad de realizar una intervención quirúrgica a Pablo. Cuando las expectativas de alcanzar la vista son próximas, surge esta conversación:

“-Sí; que te quiero mucho, muchísimo –dijo la Nela, acercando su rostro al de su amigo-. Pero no te afanes por verme. Quizá no sea yo tan guapa como tú crees.

Diciendo esto, la Nela, rebuscando en su faltriquera, sacó un pedazo de cristal azogado, resto inútil y borroso de un fementido espejo que se rompiera en casa de la Señana la semana anterior. Miróse en él; mas por causa de la pequeñez del vidrio, érale forzoso mirarse por partes, sucesiva y gradualmente, primero un ojo, después la nariz. Alejándolo, pudo abarcar la mitad del conjunto. ¡Ay! ¡Cuán triste fue el resultado de su examen! Guardó el espejillo, y gruesas lágrimas brotaron de sus ojos.

-Nela, sobre mi frente ha caído una gota. ¿Acaso llueve?
-Sí, niño mío, parece que llueve –dijo la Nela, sollozando.

-No, es que lloras. Pues has de saber que me lo decía el corazón. Tú eres la misma bondad; tu alma y la mía están unidas por un lazo misterioso y divino; no se pueden separar, ¿verdad? Son dos partes de una misma cosa, ¿verdad?
-Verdad.

-Tus lágrimas me responden más claramente que cuanto pudieras decir. ¿No es verdad que me querrás mucho, lo mismo si me dan vista que si continúo privado de ella?
-Lo mismo, sí, lo mismo –afirmó la Nela, vehemente y turbada.

-¿Y me acompañarás?...
-Siempre, siempre.
-Oye tú –dijo el ciego con amoroso arranque-: si me dan a escoger entre no ver y perderte, prefiero...

-Prefieres no ver... ¡Oh! ¡Madre de Dios divino, qué alegría tengo dentro de mí!
-Prefiero no ver con los ojos tu hermosura, porque la veo dentro de mí, clara como la verdad que proclamo interiormente. Aquí dentro estás, y tu persona me seduce y enamora más que todas las cosas. (...) 

-Veré tu hermosura, ¡qué felicidad! –exclamó el ciego, con la expresión delirante, que era su expresión más propia en ciertos momentos-. Pero si ya la veo; si la veo dentro de mí, clara como la verdad que proclamo y que me llena el alma.”[1]

Como era de esperar, Pablo obtiene la vista. Es dramático el día en el que ve a Nela por primera vez: la niña de sus amores le espanta. Aquella hermosura interior que hasta entonces había fascinado a Pablo, quedó oculta repentinamente. En el mismo momento en el que el cuerpo de la pobre Nela se convertía en pantalla, en limitada superficie física  donde dirigir la mirada buscando a su persona, Pablo ya no consiguió verla. 

“Aquí dentro estás”, “veo tu hermosura dentro de mí”. Aprender a mirar exige saber mirar dentro de uno mismo. No se mira con los ojos, se mira desde dentro. Y, en ocasiones, ver con los ojos dificulta mirar.

Es este un tema recurrente en la literatura y en el cine; se puede pensar en tantos cuentos de Príncipes y Princesas encantadas -como ‘La Bella y la Bestia-. La película ‘El hombre elefante’, por ejemplo, muestra magistralmente el absoluto contraste entre la fealdad mayúscula de un cuerpo humano que alberga un espíritu de una belleza y finura extraordinarias; quienes se quedan bloqueados ante su deformidad física, no son capaces de mirarle, y no le conocen.

(1) Benito Pérez Galdós, Marianela, Cátedra, Madrid 1992, págs. 117-118.

Jose Pedro Manglano, El sentido de la vida

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