jueves, 9 de febrero de 2017

Una carta desesperada

Cuentan que este testamento, escrito con cuidada caligrafía y encerrado en sobre blanco, se encontró junto al cadáver de un buen hombre que acababa de quitarse la vida:

“Señor Juez: 
Tuve la desgracia de casarme con una viuda; ésta tenía una hija; de saberlo, nunca me habría casado.

Mi padre, para mayor desgracia, era viudo; se enamoró y se casó con la hija de mi mujer, de manera que mi esposa era suegra de mi padre; mi hijastra se convirtió en mi madre...  y mi padre al mismo tiempo era mi yerno.

Al poco tiempo, mi madrastra trajo al mundo un varón, que era mi hermano, pero era nieto de mi mujer, de manera que yo era abuelo de mi hermano.


Con el correr del tiempo mi mujer trajo al mundo un varón, que como hermano de mi madre, era cuñado de mi padre y tío de su hijo.

Mi mujer era suegra de su propia hija; yo, en cambio, padre de mi madre; y mi padre y su mujer son mis hijos, mis padres y mis hermanos; mi mujer es mi abuela ya que es madre de mi padre, y además yo soy mi propio abuelo.

Ya ve, señor Juez. Me despido de este mundo porque no sé ni quién soy.”
Aunque es muy probable que esta historia de tristes tragicómicos tenga ‘más’ de pesadilla que de realidad, es innegable que lo absurdo de la situación descrita pone de manifiesto lo necesario que resulta a la persona vivir su existencia conociendo su verdadera identidad.

La pregunta por el sentido acompaña a todo ser humano inteligente. ¿Quién soy yo? ¿Qué es el hombre? ¿Para qué vivo? La cuestión del sentido es fuente de inquietud para el hombre, y el primer nivel en el que se presenta es en el nivel del ser. 

A éste le sigue necesariamente el nivel del obrar. Algo bastante normal, por otra parte. De la misma manera que si alguien nos regala un objeto extraño, que no se parece a ninguna cosa que hayamos visto antes, lo primero que haremos será preguntarle, con cierto aire de curiosidad mal disimulada: “Oye, ¿qué es esto?” Es de suponer que nos responderá con el nombre que lo designe. Pero también es de suponer que ahí no terminarán las preguntas. Una vez conocido el nombre de tan enigmático objeto, enseguida volveremos a la carga: “Pero... ¿para qué sirve?”, “¿cómo se usa?”, “¿cómo funciona?”. Lo mismo ocurre al hombre consigo mismo. En el nivel del obrar o del hacer, en lo que se refiere a lo que el hombre realiza o ejecuta, también surge la pregunta por el sentido.

Jose Pedro Manglano, El sentido de la vida

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