Santo Tomás Moro, encarcelado injustamente en la Torre de Londres, escribió una breve lección espiritual sobre el rencor y la misericordia. Decía el que fuera Lord Canciller de Inglaterra: «Hacia ningún hombre tengas mala voluntad. Pues, una de dos: o es bueno o es un malvado. Si es bueno y le odio, entonces soy yo el malvado.
Si es un hombre malvado, o bien se arrepentirá y morirá bien y se irá a Dios; o se quedará en su maldad y se irá al diablo. Déjame recordar que, si se salva, no dejará de amarme de todo corazón, si yo también me salvo, como espero, y entonces le amaré de la misma manera.
Por lo tanto, ¿por qué odiar durante algún tiempo a alguien que después me amará para siempre? ¿Por qué ser ahora enemigo de quien estará un día conmigo en amistad eterna? Además, si esa persona continúa en su maldad y se condena, tan tremendo es el castigo eterno que le va a caer, que sería yo implacablemente cruel si, en lugar de compadecerle en su pena, tuviera rencor a su persona (…).
No dudo en dar este consejo a todos mis amigos: a no ser que por razón de un cargo público caiga bajo la responsabilidad de alguien castigar a un hombre malvado, abandone esa persona el deseo de castigar en Dios y en otros que estén bien establecidos en la caridad y tan unidos a Dios que ninguna inclinación secreta, maliciosa y cruel pueda insinuarse y socavar la caridad bajo capa de un celo justo y virtuoso»[8].
No parece mal consejo el que da Tomás Moro. Es una versión, argumentada de modo un tanto original, eso sí, del mandato de amar a los enemigos. Va además con ilustraciones, porque el bueno de santo Tomás lo practicó con todos los que le hicieron tanto mal, del rey Enrique VIII para abajo no guardó odio ni rencor a ninguno, tal como él mismo quiso que constase antes de morir decapitado. Así que lo que dice es posible. ¿Cómo empezar a tratar de hacerlo propio? Pues mira, empezar por el final pienso que te facilitará las cosas.
Porque, por más que leas y te repitas el argumento que da Tomás Moro, creo que muy difícilmente te va a llevar a conseguir desterrar de tu alma toda sombra de animadversión hacia quien te ha hecho algún daño u ofensa. Así comienza por dejar el juicio a Dios. Poner en sus manos tu causa. Ya que no puedes evitar ser acusador porque sientes la herida abierta en tu interior, al menos no seas juez, deja que lo sea Dios.
Ponerlo en sus manos y pasar a otra cosa. Cuando te venga un pensamiento, una crítica, un juicio sobre esa persona, llévalo a Dios y pídele que haga justicia. Y luego pide también misericordia, ayuda para quien ha hecho tal cosa. Convertir tu juicio severísimo en un clamor a Dios y en una oración por quien la necesita, y nadie la necesita más que el que ha cometido un mal, te dejará el alma en paz.
Antonio Fernández, Con Él
Juan Ramón Domínguez Palacios
http://anecdotasypoesias.blogspot.com.es
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