Scott Hann |
* * *
Allí
estaba yo, de incógnito: un ministro protestante de paisano,
deslizándome al fondo de una capilla católica de Milwaukee para
presenciar mi primera Misa. Me había llevado hasta allí la curiosidad, y
todavía no estaba seguro de que fuera una curiosidad sana. Estudiando
los escritos de los primeros cristianos había encontrado incontables
referencias a ‘la liturgia’, ‘la Eucaristía’, ‘el sacrificio’.
Para aquellos primeros cristianos, la Biblia, el libro que yo amaba por
encima de todo, era incomprensible si se la separaba del acontecimiento
que los católicos de hoy llamaban ‘la Misa’.
Quería
entender a los primeros cristianos; pero no tenía ninguna experiencia
de la liturgia. Así que me convencí para ir y ver, como si se tratara de
un ejercicio académico, pero prometiéndome continuamente que ni me
arrodillaría, ni tomaría parte en ninguna idolatría.
Me
senté en la penumbra, en un banco de la parte de más atrás de aquella
cripta. Delante de mí había un buen número de fieles, hombres y mujeres
de todas las edades. Me impresionaron sus genuflexiones y su aparente
concentración en la oración. Entonces sonó una campana y todos se
pusieron de pie mientras el sacerdote aparecía por una puerta junto al
altar.
Inseguro
de mí mismo, me quedé sentado. Como evangélico calvinista, se me había
preparado durante años para creer que la Misa era el mayor sacrilegio
que un hombre podría cometer. La Misa, me habían enseñado, era un ritual
que pretendía “volver a sacrificar a Jesucristo”. Así que permanecería como mero observador. Me quedaría sentado, con mi Biblia abierta junto a mí.
Sin
embargo, a medida que avanzaba la Misa, algo me golpeaba. La Biblia ya
no estaba junto a mí. Estaba delante de mí: ¡en las palabras de la Misa!
Una línea era de Isaías, otra de los Salmos, otra de Pablo. La experiencia fue sobrecogedora. Quería interrumpir a cada momento y gritar: «Eh, ¿puedo explicar en qué sitio de la Escritura sale eso? ¡Esto es fantástico!»
Aún mantenía mi posición de observador. Permanecía al margen hasta que
oí al sacerdote pronunciar las palabras de la consagración: «Esto es mi Cuerpo... éste es el cáliz de mi Sangre».
Sentí
entonces que toda mi duda se esfumaba. Mientras veía al sacerdote alzar
la blanca hostia, sentí que surgía de mi corazón una plegaria como un
susurro: «¡Señor mío y Dios mío. Realmente eres tú!».
Desde
ese momento, era lo que se podría llamar un caso perdido. No podía
imaginar mayor emoción que la que habían obrado en mí esas palabras. La
experiencia se intensificó un momento después, cuando oí a la comunidad
recitar: «Cordero de Dios... Cordero de Dios... Cordero de Dios…», y al sacerdote responder: «Éste es el Cordero de Dios...», mientras levantaba la hostia.
En menos de un minuto, la frase “Cordero de Dios”
había sonado cuatro veces. Con muchos años de estudio de la Biblia,
sabía inmediatamente dónde me encontraba. Estaba en el libro del Apocalipsis, donde a Jesús se le llama Cordero no menos de veintiocho veces en veintidós capítulos. Estaba en la fiesta de bodas que describe San Juan
al final del último libro de la Biblia. Estaba ante el trono celestial,
donde Jesús es aclamado eternamente como Cordero. No estaba preparado
para esto, sin embargo...: ¡estaba en Misa!
Scott Hahn
fragmento del libro La cena del Cordero, La Misa, el cielo en la tierra, de Scott Hahn,
Almudí
fragmento del libro La cena del Cordero, La Misa, el cielo en la tierra, de Scott Hahn,
Almudí
Gracias por compartirnos este testimonio tan hermoso.
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