sábado, 23 de noviembre de 2013

Bodas de oro

 
 Aunque bueno, era inexperto. Todavía no había cumplido cinco años de sacerdote cuando le pidieron que celebrara unas bodas de oro. Habían tenido cuatro hijos y ahora estaban felices con sus trece nietos. Para ellos, como no podía ser de otra manera, se trataba de una celebración muy especial. Quedó con ellos un sábado a las cinco, para prepararlo todo.

   Acudieron puntuales. La parroquia estaba cerquita de casa. Vinieron paseando. Una escena que siempre llama la atención: cincuenta años juntos, más el tiempo del noviazgo, quizá ya antes fueran amigos... y aún siguen caminando dados de la mano.


   Don Javier les atendió con mucho cariño. Estaba muy ilusionado con la celebración de dos personas que durante tantos años han permanecido fieles al amor. Sin embargo, como decíamos, era inexperto.
Mediada la conversación, el sacerdote les preguntó si aún se querían como el primer día. Pilar lo miró con ternura como imaginando que fuera su nieto mayor y le contestó llena de confianza: don Javier, ¡qué cosas tiene! ¿Cómo quiere que nos amemos igual que el primer día después de los hijos, las dificultades, los nietos, las enfermedades, discusiones, alegrías, proyectos? Si nos quisiéramos como entonces, seríamos muy tontos e infelices. ¡Nos queremos muchísimo más! Lo entiende, ¿verdad?

El matrimonio es mucho más que una solución legal para la soledad, para la descendencia del varón o para la protección de la mujer. Para los cristianos es el sacramento del amor, la escuela de la caridad, porque, como decía Pilar, día a día el afecto crece: a golpe de sufrimientos y alegrías compartidas, a fuerza de dificultades superadas. El matrimonio es una vocación divina. Tan vocación –llamada personalísima de Dios– como la de un sacerdote, o una religiosa, o de quien permanece célibe por servir a Dios y a las almas.

«¡Cómo te reías, noblemente, cuando te aconsejé que pusieras tus años mozos bajo la protección de san Rafael!: para que te lleve a un matrimonio santo, como al joven Tobías, con una mujer buena y guapa y rica —te dije, bromista.
Y luego, ¡qué pensativo te quedaste!, cuando seguí aconsejándote que te pusieras también bajo el patrocinio de aquel apóstol adolescente, Juan: por si el Señor te pedía más»[1].

También el camino de las personas casadas es exigente, de exclusividad. Hoy es más evidente que nunca la defensa que hace la Iglesia del matrimonio como un consorcio de hombre y mujer abierto a la vida y para toda la vida. Jesús no se dejó manipular por los preceptos legales de su tiempo: habló de este sacramento como amor de verdad, con todas sus consecuencias. 

Nosotros queremos hacer exactamente lo mismo, y, aunque los hombres desconfíen de su amor y piensen que la fidelidad y la fecundidad son imposibles, seguiremos diciendo que el matrimonio es un camino de plenitud para los corazones de los hombres. Es bueno que lo consideres cada tanto en tu oración. Sea para agradecer al Señor la familia en la que has crecido, sea para pedirle una fidelidad sin tacha en tu vida de amor.

(1) San Josemaría, Camino n. 360

Fulgencio Espá


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