viernes, 29 de noviembre de 2013

¡Ahora comienza la eternidad!

   
   Su padre murió mártir cuando él no había cumplido aún los dieciocho. La misma suerte había corrido, muchos años atrás, su bisabuelo.

     Andrés Kim-Taegon nació en Corea en 1821. Ingresó joven en el Seminario: deseaba ser sacerdote. Hubo de cursar sus estudios en la portuguesa colonia de Macao a causa de la cruda persecución que azotaba su país. De hecho, cuando completó su carrera no pudo retornar a Corea: le identificaron como un tipo peligroso por el simple hecho de ser cristiano. Fue ordenado sacerdote poco después en una localidad de China y, finalmente, logró volver a su nación en 1845.

   Su madre había quedado sola después del vil asesinato de su marido. Sin recursos ni riquezas no le había quedado más remedio que mendigar. Pedía para sobrevivir.

Su hijo, recién ordenado sacerdote, ni siquiera pudo saludarla cuando volvió a Corea. Motivos de seguridad. El corazón de Andrés se debió de partir al reconocer a su madre hurgando en la basura y vestida de harapos. ¡Qué tristeza la de su alma por no poder compartir con ella la alegría de su sacerdocio! Ni una palabra de aliento. Ningún gesto de auxilio. Es terrible solo pensarlo.


Entonces me cuestiono y le pregunto también al buen Dios: por qué eres capaz de exigir tanto, Dios mío; ¿son estos los niveles de generosidad y entrega que deseas para mí? Parece que sí, amor hasta este límite de lo inadmisible, hasta el límite de lo insuperable.

San Andrés halló el modo de introducir en Corea sacerdotes franceses para que predicaran el evangelio. Se puso manos a la obra, pero era cuestión de tiempo. En 1846 fue arrestado y el 16 de septiembre ejecutado a la edad de veintiséis años. Con valentía se acercó al martirio y afirmó con voz serena: «¡Ahora comienza la eternidad!».

«Dijo Jesús a sus discípulos: os echarán mano, os perseguirán entregándoos a las sinagogas y a la cárcel, y os harán comparecer ante reyes y gobernadores por causa mía. Así tendréis ocasión de dar testimonio».

La advertencia del Salvador se sigue cumpliendo veinte siglos después: en la persecución cotidiana y silenciosa de Occidente, en la caza y asesinato de tantos hermanos nuestros en países sin libertad. En uno y otro caso recuerda que se te brinda una preciosa ocasión de dar testimonio y decir bien alto, con palabras y obras, que eres un discípulo convencido de Jesucristo.

San Andrés tuvo siempre muy presente la consoladora providencia de Dios, que no permite que la prueba supere nuestra debilidad. En una carta pastoral, escribía a sus fieles palabras que no ocultan un cierto presentimiento del modo en que iba a producirse su muerte: «Dios se preocupa del más pequeño cabello de nuestra cabeza y, con su omnisciencia, lo cuida; por tanto, ¿cómo podría esta gran persecución ser considerada de otro modo que como una decisión del Señor o como un premio o castigo suyo? Buscad, pues, la voluntad de Dios y luchad de todo corazón por Jesús, el jefe celestial, y venced al demonio de este mundo, que ha sido ya vencido por Cristo. Os lo suplico: no olvidéis el amor fraterno, sino ayudaos mutuamente, y perseverad, hasta que el Señor se compadezca de nosotros y haga cesar la tribulación.

Aquí estamos veinte y, gracias a Dios, estamos todos bien. Si alguno es ejecutado, os ruego que no os olvidéis de su familia. Me quedan muchas cosas por deciros, pero ¿cómo expresarlas por escrito? Doy fin a esta carta. Ahora que está ya cerca el combate decisivo, os pido que os mantengáis en la fidelidad, para que, finalmente, nos congratulemos juntos en el cielo. Recibid el beso de mi amor»[1].

 (1) De la última exhortación de san Andrés Kim Taegon, presbítero y mártir (oficio de lectura de su fiesta). (Pro Corea Documenta. ed. Mission Catholique Séoul, Seul/París 1938, vol. I, 74-75).

Fulgencio Espá, Con Él





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