Cuentan de una joven que estaba ya desahuciada por los médicos. No había nada que esperar de la ciencia. Su vida había sido todo menos cristiana, y era preciso lograr que muriese en paz con Dios.
Los familiares le recomendaron que se preparase bien para el trance que se avecinaba. Acudió un sacerdote, y la muchacha se confesó. Pero no estaba del todo tranquila, a pesar de que ya había recibido la absolución.
Le mostraba las manos:
-Mire, padre, qué vacías las tengo en esta hora.
Quería decirle que su vida había sido escasa en buenas obras y, más en concreto, en penitencia. No veía méritos por ninguna parte.
El sacerdote tomó un crucifijo y lo puso en aquellas manos:
-Ahora ya no tienes las manos vacías. Jesucristo sufrió por nuestros pecados. Sus méritos valdrán como propios en este trance, y El no te abandonará.
La moribunda recobró la esperanza al considerar la eficacia del sufrimiento del Salvador.
Cfr. F. Spirago, Catecismo en ejemplos
Juan Ramón Domínguez Palacios
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