Se llamaba Rodrigo Díaz. Había nacido en la aldeíta de Vivar, una de esas aldeas de la parte más alta de Burgos, de casas bajas y de color pardo, que parece que se agachan y aprietan, como un bando de gorriones contra el suelo, pardo también, para confundirse con él y que no se las vea.
La tierra que rodea la aldeíta es también como ella, disimulada y humilde. Parece un desierto de color muerto y tostado. Sin embargo, es tierra rica, de pan llevar, que da buen trigo y buena cebada.
Aquel buen caballero, Rodrigo Díaz, que allí nació, fue como esa misma tierra: serio, callado, talentoso, sin grandes apariencias y ruidos.
Su cosecha no fue vistosa cosecha de flores. Fue cosecha de trigo. Cosecha de grandes hechos y de sabias lecciones.
Por ser en todo pardo y sencillo, como su tierra, no era de la principal nobleza, aunque sí de familia honrada y de limpio linaje. Luego, por sus hechos, alcanzó gran renombre. Los moros le llamaron Cid, que quiere decir Señor; y los cristianos Campeador, o sea hombre de batallas y combates.
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