lunes, 23 de septiembre de 2013

Alejandro Magno: Lloro porque ya no hay nada más que desear

 
Lloro porque ya no hay más que desear, dijo Alejandro Magno cuando creía que ya había conquistado todo el mundo. Reflexionemos sobre el bien y el placer.

Montecarlo es uno de los grandes premios de Fórmula Uno más espectaculares. Se trata de un circuito urbano, en medio del glamour de una de las ciudades más bellas del Mediterráneo. Al circular entre las calles, resulta muy difícil adelantar, porque las vías son estrechas. Por eso, al final, suele resultar tan espectacular en el ambiente como pobre en la carrera, porque con dificultad hay cambios durante la competición. Eso sí, cuando sale una buena carrera... es espectacular como pocas.

   La ciudad se llena de curiosos y espectadores. Alquilar un balcón, unos 1.500 € por persona. Una casa asciende a cifras astronómicas: una sola jornada vale más que el salario anual del 80% de la población mundial. Y todo por ver pasar veinte coches a doscientos kilómetros por hora. Es comprensible la satisfacción que eso debe provocar en el aficionado al automovilismo, es innegable pero... ¿es suficiente? ¿No representa más bien el ansia desenfrenada de dar satisfacción al corazón por un camino equivocado?


   Cuando Alejandro Magno alcanzó sus últimas victorias en la India, estaba del todo convencido de que más a oriente ya no había nada. Pensó que había conquistado el mundo entero... y rompió a llorar. Le preguntaron: la reacción era extraña; había ganado la batalla... Y contestó: Lloro porque ya no hay nada más que desear.

El corazón nunca deja de desear: si fuera así, significaría que ha caído en depresión o que ha dejado de ser un corazón humano.

La santidad (la plenitud de vida cristiana) tiene mucho que ver con esto: consiste en definitiva en desear el Bien, desear el Amor; no cansarnos nunca en la bellísima tarea de amar siempre de nuevo, cada instante, cada día.

Cuando el corazón se vuelve sobre las cosas, se entrampa, se enreda. Es como esas aguas movedizas, que te engullen poco a poco, hasta dejarte inmóvil mientras te ahogas. Parece placentero al inicio: se encuentran nuevos estímulos que hacen satisfactoria la vida. No obstante, lenta e inexorablemente la respiración se hace más difícil, porque una voz interior nos dice que no basta. La conciencia puede apagarse en gran medida, pero cabe pensar que jamás lo hace del todo, pues siempre habrá momentos de lucidez que permitan ver con claridad que esto no va.

¿Por qué muchas personas abandonan el hecho religioso? Porque, o bien hace tiempo que dejaron de desear, decepcionados por la vida; o bien han abandonado su deseo a compensaciones pequeñitas y, muchas veces, sensuales, sin aspirar a más.

El bien es demasiado costoso y el placer es demasiado fácil. ¿Para qué luchar más? La pregunta está en el aire, de modo que hay que saber dar una respuesta convincente.

Por lo pronto, se me ocurren dos advertencias: ni el bien es tan arduo ni el placer es para tanto. Rézalo despacio: pensar así se llama madurez.

En primer lugar, el bien no es tan arduo como lo pintan algunos. El camino de la santidad se construye cada día, con pequeños pero continuos esfuerzos, y con muchísima ayuda de Dios. Es precioso pedirle ayuda, fiarse de Él y ver de continuo su mano paterna. Acude a Él.

Por otra parte, el abandono en placeres sensuales... no es para tanto. Su recurso es siempre el mismo: sumir a la persona en tal vicio que hace necesaria esa compensación física. De suyo, no vale tanto, pero como se ha convertido en una necesidad casi fisiológica...

La relación entre las personas, sea la que sea, adquiere una dimensión satisfactoria para el corazón humano cuando está transida por el amor. En otro caso... da muy poco. Y cuando no es más que una respuesta a una necesidad corporal, deja un poso de amargura e insatisfacción. Mira a tu alrededor: ¿como quién deseas amar?

¿Por qué los pecados contra el sexto mandamiento se repiten tan frecuentemente? La respuesta es clara: porque prometen mucho pero dan muy poco.

Muchos de los pecados en el ámbito de la sexualidad (masturbación, relaciones esporádicas con extraños, pornografía) son expresión del deseo del hombre que busca erróneamente el descanso, la felicidad. En todos ellos campa a sus anchas la insatisfacción, creciente en la medida en que no se plante cara a estos pecados.

En la imaginación, en la cabeza, se idealizan grandes promesas de gozo, de descanso o de diversión. Pero es una experiencia común: una vez cometido el pecado, sobreviene la tristeza de haber encontrado poco o nada... y, además, sentirse sucio. Con otras palabras: buscó algo de alivio, encontró unos minutos de compensación... y volvió aún más triste. Porque la relación sexual sin amor o sin vida genera el ahogo. Así es la lógica de la infecundidad, de la esterilidad, de quien se cierra en sí mismo: te mueres por falta de aire. ¡Qué pena dan esos, ya no tan jóvenes, que siguen comportándose como díscolos de veinte años! Y al revés, ¡qué alegría ver un matrimonio joven empujando un carrito con un niño que ríe y patalea!, ¡qué descanso y qué fuente de esperanza ver a un joven sacerdote, sonriente a la puerta de la iglesia! Mira de nuevo alrededor: ¿como quién quieres amar?

La virtud de la castidad está, fundamentalmente, en la cabeza y, en gran medida, en la educación del deseo. Como dice san Pablo, está en buscar los bienes de allá arriba sirviendo a los demás. Descansar en Dios, porque el alma feliz y llena de paz difícilmente se abandonará en los caminos de la impureza, que son, en definitiva, autopistas de tristeza.

Desea las cosas de Dios, atrévete a amar dándote del todo ya, ahora, hoy, sin esperar a un futuro incierto que, en realidad, construyes en el presente... Haz como María, para que tu alma sea tan limpia como la suya.

Fulgencio Espá, Con Él, septiembre 2013 

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