martes, 17 de septiembre de 2013

La carta de Luis Gonzaga a su madre

   
   Nació en 1568, cerca de Mantua, en la italiana provincia de Lombardía, hijo de los príncipes de Castiglione. Desde pequeño, Luis Gonzaga comenzó a dar síntomas de desear la vida religiosa. Recibió la educación de su madre, y pronto ingresó en la Compañía de Jesús en Roma. Renunció a los derechos de príncipe que le correspondían por ser el hijo primero de la familia. Encontró el final de su vida en la juventud: cuidando enfermos en hospitales, contrajo él mismo una enfermedad que lo llevó al sepulcro en 1591.

   Poco antes de morir, recibió una carta de su madre, apurada por su salud, angustiada por su enfermedad mortal. «Guárdate de menospreciar la infinita benignidad de Dios –contestó el joven moribundo– que es lo que harías si lloraras como muerto al que vive en la presencia de Dios y que, con su intercesión, puede ayudarte en tus asuntos mucho más que cuando vivía en este mundo. 


   Esta separación no será muy larga; volveremos a encontrarnos en el cielo, y todos juntos, unidos a nuestro Salvador, lo alabaremos con toda la fuerza de nuestro espíritu». Y concluye con el deseo de que «no me falte tu bendición materna en el momento de atravesar este mar hasta llegar a la orilla en donde tengo puestas todas mis esperanzas. Así te he escrito, porque estoy convencido de que esta es la mejor manera de demostrarte el amor y respeto como hijo».

   «A vino nuevo, odres nuevos». San Luis Gonzaga es ese odre nuevo capaz de contener el vino santo de la gracia y de la santidad. Murió a sí mismo mucho antes de que su corazón dejara de latir: murió cuando se entregó a Dios. Desde entonces solo deseó vivir para su amor, difundir su caridad, su sonrisa, y encontrarse con Él en el prójimo, en los enfermos y, sobre todo, en la Eucaristía y en la confesión. Por eso no le extrañaba la muerte: porque deseaba ver definitivamente a Dios.

   «Nadie recorta una pieza de un manto nuevo para ponérselo a uno viejo». Es precioso el fruto de la gracia en el mundo; los hombres nuevos que son los santos. Los discípulos de Cristo no ayunan en la caridad, sino que desearían ser siempre dulces con los demás. 

Fulgencio Espá, Con Él, septiembre 2013

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