miércoles, 14 de septiembre de 2016

El odio a la cruz

Comienza Chesterton su novela La esfera y la cruz con un divertido diálogo entre el Arcángel san Miguel y Lucifer a propósito del odio a la cruz de este último. San Miguel le habla de un hombre que odiaba profundamente la cruz por ser para él representación de la barbarie y la sinrazón, por ser imagen de dolor y sufrimiento. 

Aquel hombre no permitía que hubiera ninguna en su casa, ni que su mujer llevara una, aunque fuera pequeña, colgada del cuello. Había destrozado la cruz del campanario de su pueblo y todas las que había encontrado por los caminos. Un día descubrió que la empalizada que llevaba a su casa era en realidad un ejército de cruces entrelazadas y las destruyó. Pero seguía viendo cruces por todos lados, en los muebles, en la cama, en las puertas. Terminó prendiendo fuego a su propia casa preso de la desesperación. Al final, concluye el Arcángel, lo encontraron en el río.
No es una novedad el rechazo de la cruz, ni siquiera en su manifestación más externa. Al contrario, es tan antiguo como la misma predicación evangélica. Recuerda lo que le sucedió a san Pablo en el Areópago de Atenas. Había comenzado su predicación a los atenienses con un discurso muy brillante apoyándose en sus filósofos y poetas, pero, al mencionar la muerte y resurrección de Cristo, provoca el rechazo de la multitud, que le deja de escuchar y se marcha; solo unos pocos abrazan la fe. 

Pero eso no apartó a san Pablo de la cruz, ni hizo que la ocultara al anunciar a Jesús. Antes bien, el mismo Pablo dirá en su Primera carta a los Corintios: yo mismo, hermanos, cuando vine a vosotros a anunciaros el misterio de Dios, no lo hice con sublime elocuencia o sabiduría, pues nunca entre vosotros me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y este crucificado ( 1 Co 2, 1-2). No te alarmes si la cruz no está de moda, que eso no te aparte de ella como no apartó a san Pablo, y busca descubrir en sus trazos esa sabiduría incomparable de la que te habla el santo de Tarso.

Es verdad, la cruz es dura, angosta, nos habla de sufrimiento, dolor, de nuestros fracasos y en último término de nuestro pecado y de nuestras culpas. Por eso cuesta aceptarla, y por eso tantos la rechazan y buscan huir de cualquier sombra que se le parezca por puro temor y miedo. También ahí encontrarás la razón de que un mundo que se cree autosuficiente y capaz por sí mismo de su perfección, la vea como enemiga irreconciliable: es un recuerdo permanente de hasta dónde ha llegado el mal producido por los hombres, hasta dónde su fracaso. Pero, también, hasta qué extremo ha llegado Dios para rescatarnos. Es la lógica de la cruz que el mundo no puede asimilar.

No te digo que sea fácil aceptarla como el camino de salvación elegido por Dios y consumado por Cristo. Ya aquellos griegos antiguos no podían comprender un Dios que sufriera en la cruz. En el fondo, esta incomprensión es la que, ante la experiencia del mal y del sufrimiento, se pregunta ¿dónde está Dios? o ¿cómo lo permite? Pero Dios te ha ofrecido en la Santa Cruz su respuesta. Solo mirándola a ella podrás entender algo del misterio del dolor y el sufrimiento.

Quizá en tu interior objetas: «hay cosas que ni mirando la cruz alcanzo a entender, como el llanto de una madre que ha perdido a su hijo». Aun así, y con más razón entonces, te digo: mira a la cruz. Que, si no todo lo podemos comprender ahora –hay cosas que solo entenderemos en el cielo–, sí encontrarás en ella el consuelo para tu alma, la fortaleza para resistir y la luz para seguir adelante.

Fulgencio Espá

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