La verdad sobre las cosas es una. Los puntos de vista, muchos. No caigamos en las falacias de decir que todo es relativo. Si todo fuera relativo, también lo sería la frase “todo es relativo…”
Sigue el cuento…
Sigue el cuento…
El rey había entrado en un estado de honda reflexión durante los últimos días. Estaba pensativo y ausente. Se hacía muchas preguntas, entre otras por qué los seres humanos no eran mejores.
Sin poder resolver este último interrogante, pidió que trajeran a su presencia a un ermitaño que moraba en un bosque cercano y que llevaba años dedicado a la meditación, habiendo cobrado fama de sabio y ecuánime.
– Señor, ¿qué deseas de mí? -preguntó ante el meditabundo monarca.
– He oído hablar mucho de ti -dijo el rey-. Sé que apenas hablas, que no gustas de honores ni placeres, que no haces diferencia entre un trozo de oro y uno de arcilla, pero todos dicen que eres un sabio.
– La gente dice, señor -repuso indiferente el ermitaño.
– A propósito de la gente quiero preguntarte -dijo el monarca-. ¿Cómo lograr que la gente sea mejor?
– Puedo decirte, señor -repuso el ermitaño-, que las leyes por sí mismas no bastan, en absoluto, para hacer mejor a la gente. El ser humano tiene que cultivar ciertas actitudes y practicar ciertos métodos para alcanzar la verdad de orden superior y la clara comprensión. Esa verdad de orden superior tiene, desde luego, muy poco que ver con la verdad ordinaria.
Sin poder resolver este último interrogante, pidió que trajeran a su presencia a un ermitaño que moraba en un bosque cercano y que llevaba años dedicado a la meditación, habiendo cobrado fama de sabio y ecuánime.
Sólo porque se lo exigieron, el eremita abandonó la inmensa paz del bosque.
– Señor, ¿qué deseas de mí? -preguntó ante el meditabundo monarca.
– He oído hablar mucho de ti -dijo el rey-. Sé que apenas hablas, que no gustas de honores ni placeres, que no haces diferencia entre un trozo de oro y uno de arcilla, pero todos dicen que eres un sabio.
– La gente dice, señor -repuso indiferente el ermitaño.
– A propósito de la gente quiero preguntarte -dijo el monarca-. ¿Cómo lograr que la gente sea mejor?
– Puedo decirte, señor -repuso el ermitaño-, que las leyes por sí mismas no bastan, en absoluto, para hacer mejor a la gente. El ser humano tiene que cultivar ciertas actitudes y practicar ciertos métodos para alcanzar la verdad de orden superior y la clara comprensión. Esa verdad de orden superior tiene, desde luego, muy poco que ver con la verdad ordinaria.
El rey se quedó dubitativo. Luego reaccionó para replicar:
– De lo que no hay duda, ermitaño, es de que yo, al menos, puedo lograr que la gente diga la verdad; al menos puedo conseguir que sean veraces.
– De lo que no hay duda, ermitaño, es de que yo, al menos, puedo lograr que la gente diga la verdad; al menos puedo conseguir que sean veraces.
El eremita sonrió levemente, pero nada dijo. Guardó un noble silencio.
El rey decidió establecer un patíbulo en el puente que servía de acceso a la ciudad. Un escuadrón a las órdenes de un capitán revisaba a todo aquel que entraba a la ciudad. Se hizo público lo siguiente:
“Toda persona que quiera entrar en la ciudad será previamente interrogada. Si dice la verdad, podrá entrar. Si miente, será conducida al patíbulo y ahorcada”.
“Toda persona que quiera entrar en la ciudad será previamente interrogada. Si dice la verdad, podrá entrar. Si miente, será conducida al patíbulo y ahorcada”.
Amanecía. El ermitaño, tras meditar toda la noche, se puso en marcha hacia la ciudad. Su amado bosque quedaba a sus espaldas. Caminaba con lentitud. Avanzó hacia el puente. El capitán se interpuso en su camino y le preguntó:
– ¿Adónde vas?
– ¿Adónde vas?
– Voy camino de la horca para que podáis ahorcarme – repuso sereno el eremita.
El capitán aseveró:
– No lo creo.
– Pues bien, capitán, si he mentido, ahórcame.
-Pero si te ahorcamos por haber mentido -repuso el capitán-, habremos convertido en cierto lo que has dicho y, en ese caso, no te habremos ahorcado por mentir, sino por decir la verdad.
– Así es -afirmó el ermitaño-.
Ahora usted sabe lo que es la verdad… ¡Su verdad!
– No lo creo.
– Pues bien, capitán, si he mentido, ahórcame.
-Pero si te ahorcamos por haber mentido -repuso el capitán-, habremos convertido en cierto lo que has dicho y, en ese caso, no te habremos ahorcado por mentir, sino por decir la verdad.
– Así es -afirmó el ermitaño-.
Ahora usted sabe lo que es la verdad… ¡Su verdad!
anecdonet.com
Juan Ramón Domínguez Palacios
/ http://anecdotasypoesias.blogspot.com.es
No hay comentarios:
Publicar un comentario