viernes, 17 de abril de 2020

100 horas de guardia pegado al kit de extremaunciones de emergencia

El padre Iñaki es uno de los tres capellanes que han convertido su despacho del Hospital Clínico de Madrid en un monasterio de campaña.
Vive y duerme aquí la nueva orden de monjes de la cruz verde con el ‘busca’ abierto las 24 horas para atender a todas las personas en peligro de muerte, particularmente, por culpa del coronavirus. A los familiares que no pueden despedirse en estas jornadas de guerra, este calmante: “Que sepan que todas las personas a las que atendemos al final de su vida están muriendo en paz”.
El padre Iñaki entró el lunes por la mañana en el hospital y vivirá y dormirá lo que pueda aquí hasta el viernes. Después, para evitar infectar a su madre, no volverá a su casa. Se irá al pueblo y se encerrará a tomar el aire, sin tocar a nadie. Cien por cien secular, pero de clausura profiláctica a propia voluntad. 

Es la dinámica para volver el lunes con las pilas cargadas, porque este hospital de Madrid tiene dos capellanes de baja por riesgo de contagio de coronavirus y en esta batalla los sacerdotes quieren estar muy cerca de todas las personas que sufren y requieran sus servicios.
El Hospital Clínico de Madrid es su “monasterio”. En esa esquina humeante de la plaza de Cristo Rey, él y tres colegas hacen vida de monjes de la cruz verde. En los once años que lleva impartiendo sacramentos por estos pasillos donde hoy todo es vorágine de ganas de curar y ganas de llorar, este escenario del covid-19 no solo es inédito, sino que supera cualquier relato de ficción: “Solo se me ocurre algo ligeramente similar a lo que estamos viviendo: la crisis del aceite de colza. Aquello generó un clima de incertidumbre similar. Ahora ya vamos sabiendo cómo funciona el coronavirus y cómo tratarlo. Gracias a Dios, estos días vemos que se dan las primeras altas, pero, hasta hace poco, la incertidumbre era un túnel muy largo”.
El padre Iñaki lleva dentro de este túnel más de quince días, atendiendo al máximo todas las recomendaciones de seguridad de las autoridades para su propia protección.
¿Con miedo?
Pues, hombre, un poquito. Pero, sobre todo, por no ser vector de contagio, sobre todo con mi madre, que es mayor. Pero si Dios me ha puesto aquí, será por algo.
Fue el 12 de marzo y sería la una de la madrugada. El busca del padre Iñaki pide ayuda a ronroneos: una paciente con coronavirus ha pedido la unción de enfermos en un hospital cercano y allí no hay capellán de guardia. Allá que va el sacerdote con su kit personal de extremaunción: una bolsa con un algodón bañado en santos óleos, un uber-sacramental de usar y tirar para atención pastoral en tiempos de máxima esterilización ambiental.
Sacerdote con EPI aterriza en la habitación de hospital donde una mujer de 87 años con coronavirus se enfrenta a sus últimas horas de vida con una entereza admirable y en pleno uso de sus facultades mentales. “Estaba muy lúcida. Hablé un rato con ella. Me pidió que diera recuerdos a sus seres cercanos, que no sabían que estaba ingresada”.
¿Cómo?
Sí. No quiero preocuparles, que sé que tienen muchos líos.
La señora tenía un temple tremendo. Me pidió que les dijera a sus familiares que los quería mucho, que sus últimos pensamientos serían para ellos, que la perdonaran si les había hecho alguna trastada… Me quedé conmocionado ante tanta entereza. Le pregunté si sentía miedo. Me dijo que no, que a los 19 años había perdido a su madre y que todos los días desde entonces había estado hablando con ella. Que estaba deseando reencontrársela para siempre. Imagínese”.
Aquella fue la primera unción de enfermos entre cuerpo, alma y coronavirus. Desde aquel 12 de marzo, entre los capellanes del Clínico han impartido treinta. Y esta tarde hay dos más solicitadas. Según el padre Iñaki, en este hospital suelen morir entre 8 y 12 personas en situaciones normales. Ahora rondamos los 30-40 fallecimientos por jornada [En el Hospital Clínico de Madrid no me pueden confirmar este dato, porque las defunciones están centralizadas desde el Ministerio de Sanidad]. “Por eso estamos aquí ejerciendo un sacerdocio intensivo, sin parar, porque muchos pacientes agradecen que estemos cerca en estos momentos en los que las crueles circunstancias han hecho que estén casi a solas”.
“Lo más duro de estos días para muchos pacientes está siendo afrontar la enfermedad en soledad. Uf. No queremos que nadie sienta ese zarpazo en sus últimos momentos de vida, por eso estamos aquí para lo que haga falta”. Y lo que el padre Iñaki ve que está haciendo falta es estar también muy cerca de los profesionales sanitarios, “porque estamos todos con un nudo en la garganta lleno de angustia que queremos convertir en esperanza. Si Dios nos ha puesto en esta dura situación es porque, quizás, podemos ayudar a mucha gente a tenderles la mano hasta el final”.
Médicos, enfermeras, auxiliares y celadores pasan por capellanía buscando auxilio. Y recomendaciones bioéticas ante dilemas profesionales. Muchos de ellos dejan allí el lastre de una angustia: “Están cansados, echan de menos a su familia, temen contagiar a sus seres queridos cuando vuelvan a casa… pero tienen la firme voluntad de ayudar todo lo que se pueda. Es admirable con qué firmeza y con qué vocación profesional están dando todos más del cien por cien de sus capacidades para salvar vidas”.
Se mantienen las misas en el hospital, “aunque no viene casi nadie. Los sacerdotes que estamos aquí tenemos que celebrarla para rezar por todo lo que sucede en este hospital y por todas las personas que están bajo este techo en estos días difíciles. Son días de descoloque total y queremos ayudar intentando hacer vida normal en una situación compleja en la que ningún medio de auxilio es superfluo”.
El padre Iñaki está acostumbrado a lidiar con el dolor. Además de sus tareas sacerdotales en este hospital de Madrid es también el párroco de Santa María del Silencio, una iglesia local dirigida especialmente a personas sordas y sordomudas.
¿Mucho sufrimiento cerca constantemente?
Sí. Y también mucha alegría. Veo mucho dolor, pero también mucha esperanza y mucha gente fuerte que tira de todos con una capacidad asombrosa de no rendirse ante ninguna dificultad. Lo veo en estos profesionales sanitarios todos los días.
¿Muchas preguntas sobre el sentido del dolor?
Ahora mismo, esas preguntas se las hacen solo los que están en sus casas… Aquí estamos todos intentando sacar algo bueno en mitad de la tragedia. El ejemplo de los sanitarios de paciencia, entrega, colaboración de verdad, es espectacular. La sociedad no lo ve en primer plano, porque la gran mayoría está en sus casas, como debe ser, pero esto es de una grandeza humana tan especial…
Al padre Iñaki le suena el busca más que antes. Claro. Le ha tocado ver a un matrimonio ingresado en plantas diferentes. Y el traslado para que estuvieran juntos. Y la muerte de uno. Y el desconsuelo de la otra. Y enfermos que no pueden responder al móvil en habitaciones al vacío. “Aunque las enfermeras y auxiliares están en todo lo que pueden, hay escenas con las que se te desgarra el alma. Me gustaría decirles a los familiares que no han podido despedirse de sus seres queridos que todos los pacientes a los que he atendido han muerto en paz. Están siendo tratados con un humanismo total, con los cuidados paliativos oportunos para que sufran lo menos posible ante una enfermedad con este cuadro respiratorio tan complejo. ¡Dios no quiere que nadie sufra! Lo más humano en la atención al final de la vida son los cuidados paliativos”.
Iñaki es ingeniero. En concreto, un presbítero especialista en soldaduras. Estos días anda soldando como puede dolor y esperanza, muerte y vida, cuerpo y alma, realismo y trascendencia. No está siendo nada fácil. “Son días muy duros, son días muy duros”, repite. Hablamos de un sacerdote conocido por su optimismo vital, que sigue dispensando su sentido del humor como puede en esta pastoral de campaña.
Cuándo se ordenó sacerdote hace quince años, ¿pensó alguna vez que pasaría por una situación pastoral como esta?
No. Yo pensé que me iban a hacer Papa directamente…
¿Le está cambiando el carácter el coronavirus?
Estamos ante un dolor tan grande que todo afecta, claro. Pero tengo experiencia de años para saber que muchos pacientes necesitan una dosis de humor. Si se van a ir al Paraíso, podemos ir anticipando la alegría de alguna manera. Lógicamente, ante el sufrimiento de ellos y de sus familias, la situación de mis compañeros en el hospital, etc., trato de que mi optimismo sea prudente y más sereno, para no pasarme de la raya en mi afán de quitar el hierro que se pueda.
Por su despacho pasan profesionales sanitarios a toda velocidad. Y administrativos y jefes del hospital. Para destensar el clima ya están pensando en cómo van a celebrar el final cuando pase la pandemia. El padre Iñaki se ha comprometido a llevar un jamón y unas cervezas artesanas que fabrica su sobrino.
La vida de un hospital es, estos días, un vietnam intenso en el que a todos les falta el aire. La diferencia está en que todos los profesionales que conviven bajo este techo saben que desterrarán al virus y todo volverá a ser como en un hospital de los de siempre. Para el padre Iñaki y para muchos de los que están en primera línea −con sus guantes, sus mascarillas y sus batas antivirus, muchas veces hechas a mano−, imaginar el mañana no es huir. Es solo una vitamina necesaria para afrontar el presente y seguir dejándose la piel hoy para que el futuro desinfectado llegue lo antes posible.
Con ráfagas de miedo. Con vientos de grandeza humana. Con el busca en modo-dictador para atender todo lo que haga falta. Sacristías en el epicentro. “Sé que muchos sacerdotes quieren estar aquí. Como la actividad en parroquias e iglesias es casi inexistente estos días, muchos han pedido echar una mano en los hospitales. Queremos ser como agua de mayo después de este marzo infernal”.
Álvaro Sánchez León, en elconfidencialdigital.com.

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