sábado, 21 de abril de 2012

Carta a una monja de clausura

Beatriz es la cuarta empezando por la izquierda
Me ha gustado mucho esta carta de Enrique Monasterio y os la reproduzco
Querida sor María Almudena del Espíritu Santo:
Te llamo así, porque éste es el nombre que elegiste hace veintisiete o veintiocho años al ingresar como novicia en el Monasterio de las Descalzas Reales de Madrid. Antes de ese día eras simplemente Beatriz, “Bea” para los amigos.
Sabes muy bien que ya no se llevan nombres tan largos. Entre las de tu edad tampoco. Ahora las chicas tienden a acortárselo hasta el límite, quizá para que haga juego con la falda. En el centro de bachillerato donde trabajo proliferan las “Beas”, “Chuses”, “Matis” y “Pes”.  En tu monasterio, en cambio, no te llamarán “Almu”; tenéis tiempo de sobra para decir el nombre completo.
Por cierto, no sé por qué vía te llegará esta carta. Me parece que en la clausura no se recibe prensa escrita y tampoco estáis enganchadas a la red. Así que lo más probable es que te la lleve alguno de tus infinitos sobrinos.
Me viene ahora a la memoria una visita que hice al monasterio, poco después del primer viaje apostólico de Juan Pablo II a España. Me parece que tú aún no habías ingresado en la orden. 
Recuerdo que hablamos del encuentro que tuvo el Santo Padre en Ávila con monjas de clausura de toda la Península. La superiora nos dijo entonces que ellas no habían asistido a esa reunión. Les había costado mucho renunciar a ella, pero la comunidad en pleno decidió ofrecer al Señor el sacrificio de permanecer en el Monasterio para pedir por los frutos del viaje del Papa.
Pero volvamos a tu historia.
Cuando te conocí en el club Roca, un centro de bachilleres dirigido por el Opus Dei, eras una chiquilla morena con cara de lista. Tenías quince años y no te diferenciabas mucho de las demás salvo en una cosa: no querías llevar pendientes. Eras la pequeña de 10 hermanos, estudiabas 1º de BUP con buenas notas y acababa de fallecer tu padre.
Lo de los pendientes no me pareció un asunto grave; pero fue el punto de partida de una serie de conversaciones que ya ves hasta dónde nos llevó. Tú pensabas que Dios te llamaba a  una entrega singular. Querías apartarte del mundo e ingresar en una orden contemplativa de clausura.
Te tomé en serio desde el primer día. Eras una niña, desde luego, y debía asegurarme de que tu propósito no era una especie de chaladura de adolescente ni un simple impulso emotivo. Pronto me convencí de que aquello era sobrenatural.
Conocí a tu familia. Comprobé entonces que no sólo eras la pequeña: Rosalía, la penúltima hermana, ¡te llevaba 8 años! Eras la pequeñísima. Y cuando me reuní con ellos para hablar de tu vocación vi con toda claridad hasta qué punto eras la predilecta. Pilar, tu madre, ya tenía varios nietos, incluso mayores que tú. Entre otros, Begoña, que ahora anda por América rodeada de niños.
Yo me preparé muy bien aquella reunión. Supuse que tu madre y tus hermanos pondrían  objeciones a que ingresaran tan joven en una orden religiosa como las clarisas, y pensé varios argumentos más o menos convincentes para tratar de que entendieran el sentido de tu entrega a Dios. No hicieron falta. El mayor de tus hermanos me interrumpió e hizo una sola pregunta:
―¿Cree usted que nuestra hermana tiene vocación religiosa y que esa vocación viene de Dios?
Respondí que sí con una seguridad que en ese momento no sentía.
―Todos podemos equivocarnos ―añadí―; pero la mayor equivocación sería impedirle que dé ese paso.
―Entonces no tenemos más que hablar. Lo dejamos en sus manos. Asegúrese de que está en su sitio y rezaremos todos para que sea fiel.
Han pasado ya 25 años desde tu profesión solemne y me has pedido que participe en la celebración. No faltaré, desde luego.
Para terminar estas líneas se me ocurren muchas consideraciones sobre la generosidad de tus padres, sobre la formación que recibiste desde pequeña y sobre el ciento por uno que Dios te ha dado ya en esta vida como premio a tu fidelidad; pero soy egoísta y pienso sobre todo en que, desde hace 25 años, hay una monja con cara de lista que reza por mí. Y eso me hace fuerte, casi, casi invencible.
 ENRIQUE MONASTERIO
Pensar por Libre

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