miércoles, 11 de abril de 2012

Del diario de Rufo

Me llamo Rufo porque soy pelirrojo desde que nací.  Mi madre murió a las pocas horas de traerme al mundo, y mi padre, Simón, tuvo que cuidar de mi hermano mayor, Alejandro, y de mí mismo. Vivíamos entonces en una pequeña ciudad del Norte de África llamada Cirene. De allí partimos hacia Jerusalén dos años después de dar sepultura a mi madre.
Todo esto ahora tiene poca importancia. Lo escribo porque, con el paso de los años, veo cada vez con más claridad que Yahvé nos fue dirigiendo de la mano para que nos encontrásemos con su Hijo.
Mi padre, que era fuerte y muy trabajador, encontró pronto un empleo para cultivar las tierras de un sacerdote, en las afueras de Jerusalén. Por lo demás los tres compartíamos una casa muy pobre en el centro mismo de la ciudad.

Alejandro y yo éramos aún niños cuando oímos hablar de Jesús a un escriba de los muchos que enseñaban en la explanada del Templo. Aquel hombre ponía en guardia a sus discípulos sobre un galileo embaucador que pretendía abolir nuestra santa Ley y amenazaba con destruir el Templo para rehacerlo en sólo tres días.

―Vosotros no os metáis en discusiones religiosas ―nos ordenó nuestro padre cuando se lo contamos―. Hay quien dice también que ese Jesús hace milagros y habla con autoridad; pero no os fiéis. Aunque somos judíos, aquí nos tienen por extranjeros. Debemos ser prudentes.
Quién nos iba a decir que, pocos días más tarde, íbamos a ser testigos de un hecho que transformaría por completo nuestras vidas.
Una mañana se corrió por toda la ciudad la noticia de que iban a ejecutar en el Gólgota a tres delincuentes y que uno de ellos era el famoso Galileo, Jesús de Nazaret. Nuestro padre no lo habría permitido, pero, aprovechando que estaba en el campo, salimos corriendo de casa para ver el cortejo de los soldados romanos con los malhechores.
Había una multitud enorme. Olía a sangre y a inmundicias. Buena parte del gentío insultaba a los reos, pero, sobre todo, a Jesús. Las mujeres lloraban y también algunos hombres, que parecían abatidos. No estoy seguro de que entonces me diese cuenta de esto. Yo sólo tenía ojos para el Nazareno. Era una llaga de los pies a la cabeza. Apenas podía caminar. Lo vi caer en tierra y los latigazos no consiguieron que reaccionara. Alejandro entonces me dijo:
―¡Qué crueldad! Se está muriendo.

No sé cómo pude contener las lágrimas. Los niños algunas veces son crueles, y yo ―no lo digo para disculparme― era un niño endurecido por la vida.
De pronto vimos a nuestro Padre. Lo llevaban a la fuerza un par de soldados. Él se resistía; parecía protestar y negarse a lo que le ordenaban. Llegaron a donde estaba Jesús y le obligaron a levantar la cruz. Lo hizo con facilidad y el Señor pudo ponerse en pie. Jesús le miró, y aquellos labios sanguinolentos sonrieron de agradecimiento.
Mi padre entonces se echó al hombro la cruz con energía y extendió su brazo izquierdo para que se apoyara el condenado a muerte. Un soldado trató de reprochárselo, pero Simón de Cirene ―con qué orgullo escribo hoy su nombre― le devolvió una mirada de piedra y comenzó a caminar siendo el báculo del Señor.
Todo cambió desde aquel instante. Mi padre estuvo junto a la Cruz y fue testigo de lo ocurrido hasta el último instante. Volvió a casa en silencio. No fue posible arrancarle una sola palabra.
Los tres fuimos bautizados el día de Pentecostés. Pedro nos impuso las manos y recibimos al Espíritu Santo. Conocimos a María, la Madre de Jesús, y a mí me dio un beso en la frente.
Hace un mes murió Simón. Tenía sesenta y dos años. Alejandro ha cumplido ya los treinta y yo veintiséis. Vivimos y trabajamos en Jerusalén, Estamos casados, tenemos hijos y llevamos con orgullo el nombre de cristianos.

A mí me piden una y otra vez que cuente esta breve historia.

Enrique Monasterio
Pensar por libre

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