domingo, 17 de agosto de 2014

Joseph encontró la luz en Bagdad

   
   Joseph Fadelle pertenecía a una de las familias más acomodadas de la Bagdad de Sadam Husseim[1]. Era el primogénito, preferido de su padre y heredero del importante clan. Durante su estancia en el servicio militar, pasó largas hora en compañía de un campesino cristiano. Sus extensas conversaciones acabaron quebrando esa convención social que impide hablar de religión. 

   Compartieron sus creencias y Joseph abrazó, interiormente, el cristianismo. El buen campesino acabó su servicio militar y desapareció abruptamente de la vida del converso, dejándole en prenda tan solo una biblia.

Años más tarde, ese libro bastó para que Joseph acabara en la cárcel cerca de un año, sufriendo durante jornadas enteras torturas continuas a través de golpes, puñetazos y descargas eléctricas. Sus hermanos, al sospechar que seguía a Cristo y frecuentaba eventualmente iglesias cristianas, entraron a registrar su casa durante una de sus ausencias. Hallaron el libro sagrado y lo entregaron a su primo, miembro del servicio secreto iraquí, que lo encerró en una cárcel de presos políticos.

Joseph se mantuvo perseverante hasta que por fin se obró su liberación. No denunció a nadie. «Como cordero inocente, no abrió la boca». Obró, nuevamente, como Jesús. Y en él se cumplió la profecía, nuevamente también, del siervo sufriente. Su delito: poseer una biblia que manifestaba su interior conversión a Cristo. Era traidor del pueblo iraquí y de una de las familias más renombradas. Infamia. Blasfemia.

Ser católico es sinónimo de perseverar. A nosotros no se nos presenta la cárcel o la persecución abierta, pero sí la incomprensión en la universidad, el trabajo o el colegio. Es posible que también nosotros estemos encarcelados por los barrotes del activismo, y seamos incapaces de cumplir nuestros propósitos de oración.

Joseph se retiraba a un hueco cercano a la letrina para orar. Era el único lugar durante su prisión donde podía encontrar soledad, a pesar de la podredumbre y pestilencia del cubículo. Pero valía la pena, porque solo ahí podía no ser denunciado por rezar; porque solo ahí había un mínimo de intimidad.

¿Y nosotros? ¿Cómo alimentamos nuestros deseos de perseverancia?

[1] Joseph Fadelle, El precio a pagar (Madrid 20124).

Fulgencio Espá

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