Ayer pasé por una farmacia para una de esas pruebas del colesterol de pinchazo en un dedo. La farmacéutica estaba ocupada con una señora. Los minutos corrían y seguía muy atareada con ella. Para matar el rato me puse a ojear ese bazar multiusos que hoy son las farmacias.
Tras repasar los champús y crecepelos, las gafas de presbicia «low cost», las homeopatías mágicas, los ingenios lúdicos de la casa Control y el infinito universo de tubos de pasta de dientes, me puse a fisgar en qué andaban tan liadas la mujer y la farmacéutica. La clienta debía tener setenta y muchos, pero vestía de manera deportiva, con chándal, playeras y un impermeable ligero de color vivo.
Lucía una melena teñida de rubio, corta y segada al estilo casco, y usaba gafas sin montura, pequeñas y modernas. De tono vital, presentaba el propio de su edad, ni muy bien conservada ni lo contrario. Sobre el mostrador reposaban catorce cajas distintas de medicamentos. Al principio pensé que habían quedado allí olvidadas.
Pero cuando se inició el rito administrativo de cortar las etiquetas y pegarlas en unos formularios constaté que las catorce cajas de pastillas eran para ella. Más que una pensionista, parecía un vademécum humano. Le cobraron catorce euros, a uno por caja.
Mientras preparaban mis resultados salí a tomar un café. Al volver había otra clienta, más añosa que la anterior, ya en la ochentena. Metido en materia, controlé la nueva escena: la mujer se llevó diez cajas de medicamentos.
Esta vez no abonó un céntimo, todo gratis. Algo así nos parece lo más natural, pero se trata de una conquista social enorme. Semejantes prestaciones gratuitas, o de pago mínimo, pasmarían a los argentinos o a los mexicanos (por no hablar de los venezolanos, que a veces ni encuentran medicamentos).
El pasado septiembre, el hospital de mi ciudad natal, La Coruña, batió su récord de trasplantes: ¡diez en 24 horas! Eso ocurre en una ciudad española de tamaño medio.
El primer trasplantado de corazón en Galicia lleva ya 25 años de propina, ha cumplido los 85 y bromea diciendo que «San Pedro no me quiere arriba». La sanidad pública española ofrece gratis operaciones de cataratas de 3.000 euros, que se zanjan en veinte minutos y de las que el paciente sale viendo. Los marcapasos son una rutina. Las más complejas operaciones de corazón se acometen hasta en edades avanzadísimas. Un servicio público extraordinario, y también onerosísimo.
Los ingleses, cuya sanidad experimenté y percibí inferior a la española, se jactan constantemente de su NHS, el servicio nacional de salud, una bandera de orgullo nacional que enarbolan todos los partidos. Aquí, en el país del derrotismo tontolaba, cuajan mantras tan mendaces como el que sostiene que «la sanidad pública ha sido desmantelada por la derecha».
Es un orgullo vivir en un país que puede regalar cada día millones de cajas de medicamentos y que trasplanta hígados nuevos hasta a chiquiteros que se bebieron el que recibieron de serie. Pero resultaría hermoso que se reconociese, que nos diésemos una tregua para proclamar que algo hacemos bien.
Luis Ventoso
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Juan Ramón Domínguez Palacios
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