El hermano Pedro Manuel cae exhausto sobre la arena de la playa. Su corazón ha dejado de latir. La escondida vida en la muerte se abre camino hacia la eternidad.
Una tarde de sol, unas horas de luz, un tiempo de descanso, se convierten en tragedia. ¿En tragedia, realmente? Uno a uno. Los siete niños que la ola arrastró mar adentro, fueron rescatados por Pedro Manuel. No conozco nada de la vida de este miembro de la Familia Eclesial Hogar de Nazaret, consagrado al cuidado y la atención de niños desamparados. De Chiclana de la Frontera hasta Quinindé, Ecuador. Y desde allí, a la casa del Padre.
"El hermano Pedro Manuel, a pesar del respeto que solía tener al mar, no dudó en lanzarse al agua diciendo: "tengo que salvar a mis niños" y los fue sacando uno a uno". Una noticia que resiste apenas el paso de unos días en los medios de comunicación, antes de caer completamente en el olvido. Solo en la Escuela-Colegio Sagrada Familia de Nazaret, en un rincón de Ecuador, y en los hogares de sus parientes y amigos de Chiclana de la Frontera, se recordará siempre.
¿Se agota en ese pequeño círculo geográfico la importancia de la noticia? Sin duda; No.
Dar la propia vida por salvar la de siete niños que se perderían para siempre en el océano es una noticia que abre las puertas a la esperanza, a una nueva civilización del amor, y cierra las puertas a cualquier civilización "de la muerte". Es una de esas noticias que nos recuerdan a todos los cristianos que Cristo está vivo en nosotros, entre nosotros, y que hemos de despertarlo para verlo calmar las tormentas.
En el mensaje de Cuaresma, Benedicto XVI invita a todos los católicos a preocuparse de los demás, con las palabras de la carta a los Hebreos: "Estemos pendientes los unos de los otros para estimularnos a la caridad y a las buenas obras" (10, 24).
Pedro Manuel estuvo pendiente de la misión recibida: cuidar de aquellas criaturas encomendadas a su custodia; y en el cumplimiento de esa tarea ofreció su vida; realizó su gran obra de caridad, que estimulará para siempre la caridad en el espíritu de los niños salvados y de todos nosotros.
Pedro Manuel no midió sus fuerzas; no pensó en sí mismo; y sólo cuando dejó a salvo al último pequeño sobre la arena, se dio cuenta de que sus fuerzas habían llegado al final. Y, sin duda, al verse morir, al verse arrebatado por el amor de Dios, se habrá alegrado en lo más hondo de su alma: ha dado su vida por los demás, por sus amigos, con Cristo.
Y lo ha hecho gratuitamente; como el buen samaritano, que además paga de su bolsillo al dueño de la posada para que cuide al enfermo. La ola del mar asaltó a los niños, y los dejó en trance de muerte. Pedro Manuel arrancó de las manos de la muerte a sus víctimas, y las dejó al cuidado del Hogar de Nazaret.
No pocas personas en la sociedad actual prefieren olvidarse enseguida de estos signos de amor, de generosidad, de fe, de esperanza. Les cuesta aceptar esta grandeza de corazón, la capacidad de amar que puede esconderse en el corazón de un hombre. En definitiva, el miedo que a veces inunda el alma de tantos seres humanos es sencillamente un miedo a amar, a comprometerse con la persona, con las personas amadas, a jugarse la vida a un amor que dura eternamente.
Me vienen a la cabeza estos versos de Quevedo:
Basta ver una vez grande hermosura;
que, una vez vista, eternamente enciende,
y en el alma impresa eternamente dura.
Llama que a la inmortal vida trasciende,
ni teme con el cuerpo sepultura,
ni el tiempo la marchita, ni la ofende.
Pedro Manuel vio esa "grande hermosura"; y la "llama inmortal" que ha tascendido su vida, ni muere en el sepulcro, ni se marchita en el tiempo. Vive ya en la eternidad, en Dios.
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