sábado, 30 de octubre de 2010

UN GESTO DE PERDÓN

   La enfermedad de Luisa tenía muy pocas probabilidades de desaparecer. Su edad avanzada, además, impedía que los médicos pudieran experimentar en ella nuevos medicamentos, nuevas técnicas, que le prolongasen la vida algunos años.

   Las enfermeras se esmeraban en tratarla con ternura. Ternura siempre bien recibida, y agradecida. Alguna, mientras la lavaba, le cambiaba la ropa de cama, le daba de comer, etc., llegó incluso a rogarle que no se olvidara de ella en sus oraciones. El sacerdote del hospital pasaba por su habitación una ó dos veces a la semana, y le llevaba la Comunión. Luisa lo agradecía con sinceridad de corazón. Un  rosario algo gastado y descolorido caminaba suavemente entre sus dedos, a diversas horas del día.

   Un día, y mientras le hacían las curas necesarias, un enfermero, en un mal masaje, le rompió de tal manera un hombro, que la recomposición resultó imposible.

   Los días de hospital se sucedieron llenos de las prácticas médicas previstas, de los controles sanitarios. Luisa no mejoraba, y el deterioro hacía prever un final cercano. Su hermana cuidaba de ella, y le hacía la vida lo más agradable posible. Un día que llegó a atenderla el mismo enfermero que le había roto el hombro, la hermana estuvo a punto de decirle que, por favor, no volviera a tocar a su hermana, y que no volviera más por allí. Se contuvo, y no abrió la boca.

   Apenas el enfermero desapareció, Luisa preguntó a su hermana si era el mismo que le había roto el hombro; y al recibir la respuesta, le rogó que, por favor, la próxima vez que fuera a curarla, se lo dijera, porque quizá ella ya no lo reconocería.
 
   Pasaron los días. La enfermedad seguía su curso y, aunque el hombro roto no agravaba el estado de la enferma, sí le originaba molestias, dolores, que en ningún momento consiguieron arrancarle la sonrisa que adornaba su rostro.

   Al cabo de una semana, el enfermero se presentó de nuevo. Sin decir una palabra más allá del saludo formal, comenzó su tarea, que terminó en breve tiempo. Parecía que deseaba abandonar aquella habitación lo antes posible, y que su presencia pasase del todo inadvertida. Luisa le contemplaba, y le dejaba hacer.

   Cuando estaba a punto de cruzar el umbral de la puerta, el enfermero oyó la llamada de Luisa.

   -Perdona, ¿te puedo decir unas palabras?

Temeroso de recibir una descarga de protestas, respondió algo airado:

   -Sí, señora; pero pocas, que me esperan otros pacientes.

   -Sólo decirte, hijo, que te perdono de todo corazón. Que no te preocupes por lo que has hecho con mi hombro: ha sido un descuido, segura. Te perdono de todo corazón.

   El hombre, que bien podía ser nieto de Luisa, se quedó mudo. No alcanzó a articular ni siquiera un “gracias”. Y con los ojos resplandecientes por unas lágrimas que se esforzaban en no aparecer, tomó las manos de Luisa y las besó. Recogió después el rosario, que había caído entre las sábanas, y lo dejó cuidadosamente entre los dedos de la enferma.
  
Ernesto Juliá Díaz

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