domingo, 28 de noviembre de 2010

El Wasa, el buque de guerra más breve de la historia

El Wasa
   El domingo 10 de agosto de 1628, los 50.000 habitantes de Estocolmo y muchos otros llegados desde todos los rincones de Suecia, abarrotaban los muelles de la capital dispuestos a no perderse lo que todo el mundo consideraba un acontecimiento de primer orden: la botadura del “Wasa”, el mayor buque de combate de la historia de la nación.

   Sus expectativas se vieron plenamente satisfechas, aunque no por las razones que todos esperaban, sino porque, lejos de deslumbrarles con su magnífica estampa, el buque se hundió después de recorrer unos pocos metros, con sus cien tripulantes y los invitados a presenciar el acto a bordo, convirtiéndose así en uno de los barcos más efímeros de la historia naval. La recuperación del majestuoso navío en 1961, con la práctica totalidad de su equipamiento, lo convierte hoy en el museo más visitado de la capital sueca.

    Su construcción comenzó en 1625 y en ella se emplearon más de mil de los mejores robles de las taigas escandinavas. Sus dimensiones, 64 metros de eslora, 10 de manga, 20 de altura de la borda y, sobre todo, los 50 metros de altura de sus masteleros, constituían un peligroso desafío a la estabilidad. Si a ello añadimos la disposición real de distribuir sus 64 pesados cañones en tres cubiertas superpuestas, cuesta imaginar un final distinto al que le reservaba cruelmente el destino.

    El caso es que los ingenieros que trabajaron en su construcción se contaban entre los más afamados del país, sin embargo en cuanto el “Wasa” besó las aguas de las abrigadas atarazanas de Estocolmo e izó velas, en lugar de dejarse mecer por la suave brisa de aquella mañana veraniega, comenzó a balancearse a una y otra banda hasta que el agua se abrió paso a través de las troneras de los cañones de la cubierta baja y se fue a pique en pocos minutos.

    Hubo que esperar a la invención de la campana de buzo en 1664 para poder descender a los 32 metros de profundidad en que yacía el barco y recobrar 53 de los 64 cañones perdidos, pero el “Wasa” permaneció sumergido hasta mediados del siglo XX, cuando la técnica evolucionó lo suficiente como para empezar a pensar en rescatarlo. Al fin, después de muchos años de preparación, el buque fue recuperado en 1961 y tres años después se convertía en uno de los museos más atractivos de Europa. Su estampa y la exposición de los objetos recuperados ofrecen hoy al visitante las claves suficientes para entender las razones que lo precipitaron al fondo del mar hace casi 400 años.

    En el momento de la botadura, el rey Gustavo Adolfo se encontraba de visita en Prusia. Cuando conoció la noticia del desastre se enfureció y ordenó al Consejo Real la formación de un Tribunal Supremo que señalara los responsables de la pérdida de la nave. Gracias al informe de este tribunal, que se conserva en los archivos reales suecos, hoy podemos saber con cierta precisión qué fue lo que pasó.

Un barco sin planos
    Como en el siglo XVII no se trabajaba sobre planos, el buque se construyó siguiendo un “sistema de proporciones” referido exclusivamente a sus dimensiones y desplazamiento. Para los estándares de estabilidad se recurrió a la prueba más común en la época, que consistía en hacer correr a 30 hombres de banda a banda con el buque amarrado al muelle. Sin embargo la prueba tuvo que abandonarse después de tres ensayos, dada la poca confianza que ofrecía la nave…

    Además de sus dimensiones, que elevaban el centro de gravedad críticamente, y la poca estabilidad demostrada, cuando el “Wasa” fue rescatado del lecho del mar se encontró otra razón que debió ayudar poderosamente a hundirlo; se trataba de 700 estatuas de bronce de tamaño natural representando los iconos más importantes de la cultura sueca de la época, desde el rey hasta soldados y criados del extracto social más bajo, pasando por leones, ángeles, sirenas y personajes bíblicos.

    En un principio se pensó que, colocadas convenientemente en la parte baja del buque, el peso de las estatuas podría ayudar a adrizar el barco, sin embargo el propio rey insistió en situarlas en la parte más noble, pues sólo allí era posible que cumplieran la función de ostentación para la que habían sido concebidas.

   A mi me gusta sacar de esta curiosa anécdota una moraleja de humildad (la vanidad real para colocar una carga pesada en el lugar indebido) y la profesionalidad (con tantos medios a su disposición los constructores debieron ser mejores profesionales).

LA RAZÓN


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