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jueves, 4 de agosto de 2011

La continuación de ‘La vida es bella’, de Benigni (y II)

La continuación de ‘La vida es bella’, de Benigni (y II)
Julián tiene motivos para recordar a su padre con cariño, aunque desapareciese de su vida cuando él tenía seis años, en octubre de 1936
 Os ofrezco una nueva entrega de la serie ‘La otra memoria’ con la que ZENIT está sacando a la luz actos de bondad en la guerra civil española que ayuden verdaderamente a la reconciliación y la paz.

      El historiador José Andrés-Gallego continúa contando la historia de uno de los testimonios que han llegado a su blog: el de un niño que aprendió a perdonar a quienes mataron a su padre. Hace unos días reproduje la primera parte
* * *
      Quizá recuerden que, en la entrega anterior, hablábamos de un niño cuya historia real podía servir de continuación para La vida es bella, la película de Benigni. En la película, la madre se encontró con su hijo cuando caminaba con las demás reclusas que habían sobrevivido en el campo de concentración. Caminaban con dejadez, no se sabe hacia dónde. Podía correr el año 1944 ó 1945. 

      En cambio, la madre de aquel niño del pueblo de Quero, en La Mancha española, a cuyo padre fusilaron en Paracuellos en 1936, nunca se había separado de sus hijos. Pero a Quero llegó un rumor que llevaba esperanza. Se decía que algunos fusilados en Paracuellos sobrevivían a las balas y había gente del pueblo que los recogía y llevaba a sus casas e intentaba curarlos. Y a la mujer se le pasó por la cabeza la posibilidad de que su esposo fuera uno de los salvados.

      No lo podía comprobar. Noticias como ésa no se daban en los periódicos. Y resulta que Paracuellos dista de Quero unos ciento cincuenta kilómetros. Así que no se le ocurrió sino ponerse en camino con los hijos, a buscar al marido. Son locuras que sólo pueden explicarse por amor. Sabía cómo llegar a Madrid. Quero está a unos quince kilómetros de Alcázar de San Juan, que era ya un nudo ferroviario importante. Desde Alcázar, en tren, llegaría a la capital y, a partir de ahí, habría que saber dónde quedaba Paracuellos y, en Paracuellos, en qué lugar podía refugiarse su marido, si es que había sobrevivido.

      Pero eso lo abordaría en su momento. Como primera providencia, hizo un ato con pan y alguna cosa más y echó a andar con los hijos a la estación de Quero, que debía quedar entonces a dos o tres kilómetros. Se subieron a un tren de mercancías y se plantaron en Alcázar. No pudieron pasar de allí. El jefe de estación se lo impidió. Le dijo —con razón— que aquello era una locura, entre otras cosas porque la aviación del bando contrario bombardeaba a veces los trenes, si creían que podían llevar soldados o armas. Y no le dejó continuar.

      La mujer y los niños tuvieron que regresar a Quero. Pero no había tren que los llevara y no tuvieron más remedio que echar a andar por la vía del tren. Y es justo en ese punto donde las dos historias coinciden. La de Benigni se detiene ahí, cuando la madre, en el camino, al encontrar al hijo, parece olvidar el dolor de la probable muerte del esposo y desborda alegría. Begnini no nos cuenta qué sucedió después: cuando tuvieron que reemprender la marcha, a pie, para llegar a algún lugar donde pudieran refugiarse, y cómo pudo soportarlo aquel niño de pocos años. 

      En la realidad de la madre de don Julián —el cura del barrio del Pilar, un niño entonces, de seis años—, sí sabemos cómo se las arreglaron su hija —de ocho años— y ella para rebosar alegría que contagiase al niño y le hiciese capaz de andar quince o veinte kilómetros para volver a Quero. Hicieron lo que había hecho el padre de la película de Begnini al convertir el cautiverio en el campo de concentración en un juego infantil para que su hijo sobreviviera. 

      La hermana de Julián empezó a simular que desfilaban a paso militar; Julián entró en el juego y desfilaron mucho rato, junto a los raíles del tren, divertidos de ser soldados en la imaginación. Y, cuando la fatiga apareció, la madre dio en cantar lo que a Julián solía gustarle: zarzuelas. La condición de madre que tenía que sacar del atolladero a sus hijos se sobrepuso a su tremendo dolor de esposa y a la angustia por la vida de su marido.

      Setenta y cinco años después, al contarlo, don Julián centra de nuevo la atención en aquello con le distrajeron entonces. La pieza de zarzuela de la que más se acuerda —de aquellas que le cantó su madre— es la que dice: “Ay, ay, ay, qué trabajos nos manda el Señor: levantarse y volverse a agachar…”. También, de aquella otra de “Vale más un labrador con fajones y alpargatas que la serranía con todo su terciopelo”. Y “Las mocitas de Talavera son niñas de cara bonita y limpias de corazón”. Pero la que más le gustaba era la canción de los pajaritos. Y le pedía a su madre que la cantara una y otra vez. Es una canción en la que los distintos pájaros van a escuchar a san Antonio, que predica. A Julián, le gustaban los pájaros. Buscar nidos era lo más divertido para los chicos de Quero, comenta.

      Aquel día, era plenamente consciente de lo que sucedía en aquella jornada, de la razón por la que hacían ese viaje e incluso de la intención de distraerle de su hermana y su madre. Pero, como su hermana y su madre iban así —rebosando alegría (comiéndose la pena), él fue del mismo modo, tan feliz. 

      Recuerda que el cielo estaba encapotado y que llovía; que era a finales del otoño, cuando los días son más cortos, y que se echó la noche encima y, con la noche, el frío; que tuvieron que saltar al terraplén cuando oyeron que se acercaba un tren; que se calentaron un poco con las ascuas de carbonilla que arrojaba al pasar… Pero no recuerda que se le hiciera el viaje insoportable. 

      Llegó un momento en el que preguntó cuándo llegaban y su hermana le respondió: «Detrás de esa colina está el pueblo». No le añadió que entre pueblo y colina había otras colinas; de manera que la respuesta le sirvió para algunas más. Llegaron a Quero y se fue enseguida a la cama. Le dijeron, después, que había dormido dos días seguidos. Pero piensa que exageraron.

      La madre hizo aún algo más cuando perdió toda esperanza de que su marido viviera: les dijo que aquello había pasado y que, por tanto, no había que darle vueltas. Había, simplemente, que rezar y hacer el bien. Ellos dos —su hermana y Julián— dedujeron que su madre preferiría que no se hablase nunca más de llegar hasta Paracuellos. Setenta y cinco años después, don Julián no conoce el lugar, por respeto a su madre. Ha podido poner y ha puesto, eso sí, a su padre en la patena unas veinte mil veces. Calculo que más. Tantas como misas ha dicho desde el día en que se ordenó.

Con información de Valvanera Andrés Urtasun
Zenit / Almudí

domingo, 31 de julio de 2011

La continuación de ‘La vida es bella’, de Begnini (I)

La continuación de ‘La vida es bella’, de Begnini (I)
Julián tiene motivos para recordar a su padre con cariño, aunque desapareciese de su vida cuando él tenía seis años, en octubre de 1936

   Os presento esta historia que pertenece a la serie ‘La otra memoria’ con la que ZENIT está sacando a la luz actos de bondad en la guerra civil española que ayuden verdaderamente a la reconciliación y la paz.

      El historiador José Andrés-Gallego recoge uno de los testimonios que han llegado a su blog: el de un niño que aprendió a perdonar a quienes mataron a su padre, gracias a un sacerdote que iba, familia por familia, invitando a la reconciliación.
* * *
      Recordarán, sin duda, la película La vida es bella, en la que Benigni relataba la historia de un niño judío y su padre, llevados a un campo de concentración. Contaba cómo el padre no sólo evitó que mataran al hijo, sino que le mantuvo en la ilusión de que todo aquello era un juego realmente gigantesco, y eso hasta el final de los finales: cuando lo llevaban a matar y pasó delante de su hijo —que estaba escondido—, le hizo un guiño de complicidad, que hizo sonreír al pequeño en su escondite.
      También recordarán que la película termina cuando el niño se reencontró con su madre, que caminaba en fila con las demás mujeres liberadas del campo, y que, en "off" (creo que se dice así), se escuchaba la voz de ese hijo, ya mayor, que comprendía la heroicidad magistral de su padre.
      Pues bien, esa última parte (la voz en “off” sobre el reencuentro entre madre e hijo) implica sobreponer dos momentos distintos y muy distantes, entre los cuales tuvo que pasar mucho tiempo —años— y, en ese tiempo, fue cuando el niño no sólo se hizo mayor, sino que comprendió el alcance de lo que su padre había hecho por él. Algo le diría la madre, supongo.
      Ahora sepan que una de las visitantes del blog me ha brindado una historia que permitiría a Benigni continuar la película y —quizá— quebrar la idea de que nunca segundas partes fueron buenas. De lo que me habla mi visitante —Valvanera— es de un hombre que ya ha pasado los ochenta años de edad, tiene la mente lúcida, un recuerdo muy positivo de la vida, y se llama Julián. Vive en un barrio de Madrid —el del Pilar— que se citaba, hace años, como uno de los de mayor hacinamiento de España. Julián ha consagrado a él —y a su gente— gran parte de la vida; contribuyó a crear y mantener con su presencia y actividad, primero, un lugar donde esa gente pudiera reunirse, hablar, oír y sentirse a gusto y, cuando el barrio lo exigió —porque crecía más y más—, pasó a crear otro lugar semejante, y así hasta ahora.
      No hablo de ningún lugar misterioso (aunque debo reconocer que es el albergue del misterio por excelencia). Hablo de un tipo de lugar muy conocido, y eso hasta el punto de que se ha olvidado su verdadero origen, que está en la Roma clásica y, en la Roma imperial, no tenía nada de misterioso. En el mundo de habla hispana, lo llamamos parroquia.
      A don Julián, hoy sacerdote, le ha mantenido en esas lides el recuerdo de la fortaleza y la generosidad de su madre. Tampoco olvida la fortaleza y la generosidad de su hermana, dos años mayor que él. Además, hace acaso setenta años (o más), cuando volvieron los del pueblo que se salvaron de la persecución del bando contrario, contaron que su padre, en la prisión, repetía frecuentemente “Mis hijos. Mis hijos…” Así que también tiene motivos para recordarle con cariño, aunque desapareciese de su vida cuando él tenía seis años, en octubre de 1936. Se lo llevaron unos hombres armados que venían de la Puebla de Don Fadrique, otro lugar cercano.
      Pero lo que indujo a Julián, de niño, a vivir del modo en que ha vivido fue —según Valvanera, mi visitante— algo que vio después de la guerra: al cura de su pueblo (Quero, en La Mancha), lo mantuvieron escondido diversas familias y, cuando todo terminó y volvió a salir a la calle, se dio cuenta de que había mucha gente que había sufrido enormemente y que deseaba el mal a los del bando contrario, o así lo parecía. Así que su tarea —además de la misa y otras— consistió en dedicarse a visitar a esas familias las veces que hiciera falta para animarles a olvidar. Debía decir “olvidar”; porque sabemos de una mujer, al menos, que le replicó alguna vez que perdonaba, pero que también pedía justicia.
      El caso es que, a Julián, le encantaba asistir a esas conversaciones de su familia con el cura. Habían perdido al padre y marido y también iba a verlos y animarles. En realidad, a Julián le gustaba enterarse de qué hablaban los mayores, fuera cual fuese el asunto del que trataban. Pero lo cierto fue que, de aquellas visitas, en él nació la idea de ser como aquel sacerdote e ir difundiendo el bien. Así que con nueve años le dijo a su madre que él también quería ser cura. Su madre dejó pasar un tiempo; al cabo de los días, le preguntó si seguía con esa idea y, como le dijo que sí, pusieron manos a la obra. No les cuento cómo se arregló la cosa económica porque no tengo espacio. Sí se deduce, del relato, que la madre no hizo ascos a la posibilidad de irse de portera de una casa de Madrid; aunque se resolvió por la vía de una beca.
      Y se ordenó sacerdote, etcétera.
      ¿Es esa la continuación que pudo tener la historia de la película de Benigni? Hombre, por poder... Es probable que no; la vida es un carnaval de posibilidades y aquel niño italiano, vaya usted a saber por dónde salió. Pero es que la historia de don Julián —que he contado hacia atrás— no empieza ahí y, por tanto, tampoco acaba en eso. Al padre de don Julián lo mataron también en Paracuellos del Jarama. En su caso, aquel anarquista salvador —alias “El Ángel Rojo”, lo llamaban— no llegó a tiempo. Y, sin embargo, lo que ocurrió fue una buena continuación de la película de Benigni. Déjenme un poco de respiro y se lo cuento.
      De momento debo añadir que, no hace mucho, en un Boletín diocesano de aquellos mismos días, noviembre de 1936, encontré un escrito que dirigió el obispo Olaechea, a todos sus curas para agradecerles por lo mucho que hacían para ayudar a las familias de las víctimas de la represión (como hacían también con las de quienes morían en el frente). Y les recordaba, de paso, que el código de derecho canónico —el que entonces estaba en vigor, que era el de 1917— prohibía a los sacerdotes intervenir como testigos en los juicios a no ser que fuese un caso de verdadera necesidad. Y añadía que estaba seguro de que eran conscientes de que, en aquellos días, esa necesidad no se daba bajo ningún concepto. Era una manera, digamos, constructiva de recordarles que no se les pasara por la cabeza acusar a nadie de ser contrario a los católicos o de pensar políticamente contra la situación que había vencido. Aparte, él mismo —el obispo— se subió a un púlpito y mandó —a gritos— perdonar a diestro y siniestro. El de Quero, además, iba de casa en casa y familia a familia.

Con información de Valvanera Andrés Urtasun