Año 1583. Carlos Emmanuel de Saboya cae gravemente enfermo, teme por su vida y hace llamar inmediatamente a su buen amigo, el cardenal Carlos Borromeo. El cinco de septiembre, san Carlos llega a palacio para atender al duque, próximo a morir.
El santo Obispo fue a la iglesia, tomó cuidadosamente el Santísimo, y se presentó en el cuarto del moribundo para darle la Sagrada Comunión. Antes de administrarle el viático, le predicó unas palabras que nos ayudan hoy a nosotros a rezar:
«Serenísimo Duque, viene a ti Jesucristo: el Hijo de Dios desde toda la eternidad e hijo de María en el tiempo (…). Alma mía, da gracias al Señor, alábalo; todos los sentimientos más profundos de mi corazón nunca terminarán de alabar su Santo Nombre. No es suficiente, de hecho, alabarlo con la lengua y la palabra, sino, como el Espíritu es escrutador de las almas, se le debe exaltar sobre todo con el pensamiento; no de modo distraído, sino con todas las fuerzas, porque todo lo que poseemos viene de Él.