Tomás, encerrado, grita con todas sus fuerzas y se aferra con firmeza a la valla de madera. Otros niños juegan indiferentes a su alrededor. Llama la atención, sobre todo, porque ninguno le hace caso. Los demás lo miran como extrañados.
El llanto de la criatura importa solo a los adultos y, en este caso, no demasiado. Las profesoras están un poco cansadas: lleva un mes de colegio y sigue inconsolable. Todos los días lo mismo: aguanta una o dos horas distraído… para sumirse en la desesperación más absoluta.
Su hermano, en el patio de los grandes, juega ufano al fútbol. Le importa muy poco que Tomás lo pase mal. Ya lo superará. Parte de razón lleva, porque la angustia del pequeño obedece a un motivo: está persuadido de que sus padres no volverán a recogerlo del colegio y se quedará toda la vida allí.