Alex estaba en un box de urgencias. Un muchacho normal de unos dieciséis años. Una grave infección en la piel le había obligado a ingresar en el hospital. Pasó allí un día, y poco a poco hizo amistad con los profesionales de la clínica.
En una de las visitas, después de preguntarle si estaba bien, Lucía, una enfermera experta, con muchos años de trabajo a sus espaldas, le preguntó a bocajarro: –¿Eres creyente? Probablemente había reparado en el crucifijo que había en la mesita, o bien se habría dado cuenta de que esa tarde había rezado el rosario.
—Claro –respondió Alejandro.
—Yo antes creía más. A tu edad iba a la iglesia de vez en cuando y a veces rezaba. Pero… hubo una cosa que vi que me hizo perder la fe: entrar en el Vaticano.
—¿El Vaticano? –la respuesta había dejado algo perplejo al chico.
—Sí. En Roma me pareció que la Iglesia está forrada, y lo que peor me sentó es que en la audiencia con el Papa había una puerta para nosotros, «la gente», y otra por la que pasaban los grandes y los privilegiados, que por su puesto estaban más cerca del Papa. Eso no pudo sentarme peor. Mi visita a Roma me hizo perder la fe…
