Pelo hasta la cintura, tatuaje en el brazo, pendiente en la oreja derecha. Se llama Hugo. Camiseta de tirantes, pantalones pirata, un piercing en el labio y, en la lengua; de nombre, Tamara.
Ambos llamando a la puerta del despacho parroquial para preguntar cómo se puede bautizar al hijo que acaban de tener.
El encargado del despacho –Manolo, un jubilado encantador, padre de una familia numerosa y abuelo entrañable– les atendió con cariño, explicando las condiciones para el bautizo de la criatura. Les preguntó –hay que hacerlo– si estaban casados, encontrando un «no» rotundo (incluso orgulloso) por respuesta.
El buen hombre había ganado cierta confidencia con la pareja, que era, por otra parte, bastante simpática. Aprovechó para contarles su experiencia matrimonial: la belleza de querer a una mujer para toda la vida, de dárselo todo o, al menos, de querer dárselo todo, de cuidarla como la primera y la última, como la única.