Corrían los años ochenta cuando causaba furor en España un programa televisivo que basaba su éxito en un recurso sencillo pero eficaz. Los concursantes debían elegir, después de algunas pruebas, entre dos sobres de colores diferentes.
En uno de ellos había un cheque con un montón de dinero; en el otro, a lo mejor, un simple ladrillo… o un chicle. Normalmente esa elección llevaba varios minutos, porque se interponían otras opiniones, pistas y cosas semejantes. Todo adquiría más emoción gracias a los llamados sufridores en casa.
Una pareja seguía el programa desde su hogar. Ellos conocían perfectamente el contenido de los sobres, pero no podían opinar. Y, claro, se comían las uñas viendo las zozobras de los concursantes, que tan pronto decían que querían el sobre rojo como el azul.