Luis y su amigo Álvaro habían escuchado infinidad de veces las advertencias del padre del primero, navegante experimentado, de no salir a mar abierto con su barco, un 470 que dejaba usar a los amigos los días de buen tiempo. Aquella mañana salieron a navegar por la ría, como hacían muchos días de verano, aprovechando el buen día que había amanecido.
El plan era sencillo pero muy divertido para ambos: cruzar al pueblo del otro lado de la ría, a unos 8 km de distancia, fondear en una playita casi inaccesible por tierra, darse un baño, comer sus bocadillos y regresar. Luis a sus 15 años era ya muy diestro navegando y se bastaba él solo para manejar el barco. Álvaro, un año mayor, se limitaba a cumplir con la mayor celeridad y habilidad que le era posible las precisas instrucciones de su amigo.
Aquel día deciden probar a ir al extremo de la ría, casi a mar abierto, a otro pueblo que también conocían bien. Todo transcurrió con normalidad hasta el momento en que comenzaron el regreso. Enseguida se dieron cuenta de que el tiempo había cambiado y se habían descuidado al no advertirlo antes. Unas nubes grises venían del noroeste, no parecían amenazar con lluvia, al menos de momento.
Pero lo más preocupante era el fuerte viento totalmente contrario y que con el creciente oleaje zarandeaba su pequeña embarcación, que, si cabe, en ese momento parecía más diminuta (el nombre de 470 le viene de su longitud: 4, 70 metros). Álvaro enseguida se dio cuenta de que estaban en un apuro, la cara seria de su amigo Luis y la manera en que le mandaba cada cosa así se lo hace comprender.
Sin embargo la pericia del menor de los amigos, y quizá algo de suerte, pues el viento dejó de soplar tan fuerte, hizo que pasase enseguida. Consiguieron doblar el cabo que les devolvía a la seguridad de la ría, y, aunque más movido de lo habitual, lo que les quedaba para llegar al pueblo no dejaba de ser el trayecto habitual.
Pasada la tensión del apuro bromean, pero también recuerdan, y entienden por primera vez las severas advertencias de sus padres. Navegar mar adentro, aunque sea algo aparentemente tan poca cosa como salir a la bocana de la ría, entraña siempre un riesgo.
Por eso, cuando Jesús pide que remen mar adentro a aquellos pescadores experimentados, les pide algo que supone un riesgo. Remar mar adentro implica ponerse a merced del mar, cuya fuerza bien conocen los navegantes. Tiempo después en ese mismo mar vivirán con Jesús una tormenta que está a punto de hundirles si no es por la intervención del Maestro.
Jesús les pide que salgan de lo seguro y que asuman un riesgo. En este caso, como dice el historiador Romano Tácito, en el riesgo está la esperanza. La esperanza de una captura que se les ha negado durante toda la noche, como confiesa Pedro a Jesús.
La objeción de Pedro a Jesús es justa. Han estado toda la noche bregando y no han cogido nada. Implícitamente Pedro pone de manifiesto que ellos, pescadores profesionales, han estado toda la noche intentándolo y que no han conseguido pescar nada; y que precisamente lo han intentado de noche, que es cuando se pesca. Por eso la petición de Jesús parecería un riesgo absurdo, exponerse para nada, pues cuando se pesca es de noche; de día no hay manera; ellos, que llevan toda su vida dedicados a esa labor, lo saben bien.
Sin embargo Pedro añade a su objeción pero fiado en tu palabra echaré las redes. Hay una razón para hacerse a la mar y ponerse a la tarea: la palabra de Jesús. Y digo una razón, no una confianza ciega o un acto irracional fruto de un afecto o un impulso. La palabra de Jesús es merecedora de ese crédito. Ellos han escuchado al Maestro, su enseñanza les ha llegado al corazón, ha tocado lo más profundo de su alma, les ha hecho encontrar un sentido a todo por el que quizá ni siquiera se habían preguntado. Por eso ahora, cuando lo que les pide es, a su entender humano, algo absurdo, esa misma palabra es digna de crédito.
También a ti te llega ese momento en que la palabra de Cristo, en que el Evangelio, te pide que remes mar adentro y eches la red; también encontrarás mil razones que desaconsejan hacerlo, por prudencia, oportunidad, comodidad… Mira entonces en tu corazón y recuerda la luz que te ha dado Cristo, mira cómo su palabra ha dado fruto siempre que la has seguido, y, como Pedro, dile al Señor, una vez le hayas detallado todas tus objeciones, porque me lo pides tú, lo haré.
Fulgencio Espá
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